Científicos creyentes

Mauricio Rubio
20 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

“La ciencia me dio el por qué y la religión el para qué” anota el padre jesuita Nelson Velandia, doctor en física y especialista en agujeros negros, relatividad y geometría diferencial. Con la obsesión progresista y la intolerancia rampante habrá quienes critiquen esta entrevista a un creyente, obvio sospechoso de ser “antiderechos”, por no haberle preguntado si apoyaba el aborto.

Galileo Galilei (1564-1642) padre de la astronomía y la física modernas tuvo un enfrentamiento con la Inquisición que se ha presentado como prueba del conflicto insalvable entre religión y ciencia. A sus 52 años fue condenado a arresto domiciliario y así murió. Los análisis recientes del juicio sugieren que sus problemas los causaron tanto sus ideas como su soberbia: “La actitud del inquisidor fue al menos tan científica como la de Galileo”.

Uno de sus biógrafos lo denomina anticristo, cuando siempre fue un hombre profundamente religioso. “Si hubiera sido menos devoto, no habría ido a Roma (ante la Inquisición). Venecia le ofreció asilo” anota un historiador. Su correspondencia confirma que fue un creyente convencido. “Debemos recibir nuestras vidas como el mayor regalo de las manos de Dios, quien pudo no haber hecho nada por nosotros”. Sobre sus dolencias y achaques de viejo anotaba que “el Señor así lo desea y debemos aceptarlo”. Para Galileo, Dios era el último consuelo pero también la fuente de toda verdad. “Si tuviera que preguntar quién creó la luna, la tierra, las estrellas, sus configuraciones y sus movimientos, la respuesta sería que son obra de Dios; si preguntara quién dictó las Sagradas Escrituras, la respuesta sería el Espíritu Santo... Entonces el mundo es la obra y las escrituras son la palabra del mismo Dios”.

Rodney Stark señala que la llamada revolución científica es una burda simplificación para desacreditar a la Iglesia y desvirtuar sus aportes al avance del conocimiento, centrándola en la Illustración y separándola del pensamiento escolástico. El punto de quiebre entre el atraso medieval y la racionalidad científica ha sido situado en Nicolás Copérnico (1473-1543) ignorando por completo cómo fue educado. La idea de que la tierra gira alrededor del sol no surgió de la nada, no fue ningún  rompimiento radical sino un paso adicional en la larga sucesión de descubrimientos e innovaciones durante varios siglos.

El mismo Stark señala que en el camino hacia la ciencia moderna hubo contribuciones de destacados pensadores escolásticos como Robert Grossesteste (1168-1253) estudiante, luego canciller de Oxford y obispo de Lincoln, la mayor diócesis inglesa. Su principal contribución, el principio de “resolución y composición”, planteó la conveniencia de razonar inductivamente, de lo particular a lo general, y luego deductivamente. Su énfasis en la observación como soporte del conocimiento lo llevó a proponer el experimento controlado. Alberto Magno (1200-1280), educado en Padua, enseñó teología en la Universidad de París, donde Tomás de Aquino fue su discípulo. Propuso pruebas empíricas para contrastar postulados de Aristóteles y otros filósofos griegos. Hizo contribuciones importantes en geografía, astronomía y química. Predicaba a sus alumnos no aceptar acríticamente el pensamiento clásico sin poner en duda la sabiduría tradicional y buscar observaciones confiables sobre los cambios en la naturaleza que son muy graduales. Roger Bacon (1214-1295) estudió en Oxford y trabajó en la Universidad de París antes de volverse franciscano. Hizo énfasis en el empirismo sobre el argumento de autoridad. Guillermo de Ockham (1295-1349), franciscano dedicado a la enseñanza, propuso el principio de parsimonia que aún se enseña. Nicolás d’Oresme (1325-1382), obispo de Lisieux, fue el primero en plantear que la tierra giraba sobre su eje, dando la ilusión del movimiento de otros planetas. Todos estos pensadores eran conocidos por Copérnico, que fue formado en universidades escolásticas italianas.

Alfred North Whitehead (1861-1947), coautor con Bertrand Russell de Principia Mathematica, anotaba que “la fe en la posibilidad de la ciencia fue una consecuencia directa de la teología… La gran contribución del pensamiento medieval al movimiento científico fue la inexpugnable creencia en la existencia de un secreto, de un secreto que puede ser develado. ¿Cómo pudo esta convicción haber quedado tan vívidamente implantada en la mente europea? Debe venir de la insistencia medieval en la racionalidad de Dios”. Creer en un orden natural que se debe y se puede descubrir es una sofisticada herencia intelectual del cristianismo que tan bien encarna el padre Velandia. Whitehead concluía que otras religiones, como las asiáticas, eran demasiado irracionales para sostener un pensamiento científico.

Sin profundizar en los aportes del cristianismo al sistema legal europeo y, por esa vía, a las instituciones democráticas, la defensa de los derechos humanos y de la igualdad, incluso de género, es lamentable que la militancia anticlerical ni siquiera conozca la historia y el legado de una Iglesia en crisis, rezagada y reaccionaria, que tal vez peca por pura soberbia cardenalicia: aferrarse a ese pasado influyente al que tanto le debemos.

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