Colombia está enferma de violencia cultural

Columnista invitado EE
05 de febrero de 2018 - 09:42 p. m.

Alejandro Moya*

El miércoles pasado, una estudiante de séptimo grado del colegio INEM José Félix Restrepo, en Medellín, fue apuñalada con unas tijeras por una de sus compañeras, quien era tan solo un año mayor. Este incidente ha sido leído como un simple, aunque grave caso de matoneo estudiantil, pero podría ser interpretado, también, como una consecuencia indirecta del conflicto armado. La guerra ha erosionado moralmente a Colombia y casos desproporcionados de violencia como este, donde una insignificante riña escolar amenazó la vida de una niña, son un indicio de los profundos daños intangibles que el conflicto sigue dejando.

Desde los años 70s, estudios sociológicos han hablado de un aumento pronunciado en las tasas de crímenes después de confrontaciones armadas. Uno de los primeros y más completos reportes, fue escrito por Dane Archer y Rosemary Gartner, quienes revelaron un alza en el número de homicidios y lesiones personales intencionales en más de 100 países que pasaron por guerras civiles y conflictos internacionales. Los crímenes fueron cometidos por personas comunes y corrientes, no por víctimas presas de ciclos de odio y venganza, ni por excombatientes acostumbrados a la violencia.

En los años 90s, este fenómeno fue formalmente bautizado por el sociólogo y matemático noruego Johan Galtung como “violencia cultural” y es hoy entendido como un conjunto de normas, prácticas y creencias sociales que promueven la violencia como un mecanismo adecuado para solucionar conflictos, en desplazamiento de las prohibiciones tradicionales que la restringían y la relegaban a ser el último recurso. Se trata de una transformación en la cual causarles daño a otros deja de ser un tabú y de generar rechazo y remordimiento, para convertirse en una fuente aceptable e incluso deseable de poder, de estatus, de dinero y de satisfacción moral.

La violencia cultural es el producto combinado de una alta exposición a serios grados de violencia, por un lado, y del bombardeo de mensajes que justifican, promueven y glorifican la agresión. Es, en otras palabras, el resultado de ver y de acostumbrarse a la violencia, pero también de escuchar y de convencerse de que esa violencia es buena y necesaria. El cambio cultural nace, en resumen, de una violencia material, que se manifiesta en las cifras de la guerra, y de otra simbólica, que se desprende de enunciados a favor del conflicto.

Estudios más recientes, como aquellos de Chrissie Steenkamp, resaltan el papel del Derecho en el desarrollo de la violencia cultural. Como una herramienta de control social y como un discurso que define la realidad para después imponerle a esta su propia definición, el Derecho tiene el potencial de incrementar las cifras de agresión, así como de persuadir a la gente que herir a otros está bien.

Según esta lectura, unas de las fuentes de la violencia cultural son las normas mismas. La sociedad que mediante sus leyes glorifica la fuerza y la destrucción de sus enemigos, siembra en la mente de la gente ínfulas de superioridad, legitimándola para anular al otro, para quitarle su rostro y para verlo como un cuerpo tóxico, sin derechos y sin humanidad, reducible a un estereotipo diabólico.

Diez años atrás, el sociólogo y jurista alemán Peter Waldmann afirmó, con razón, que Colombia estaba gravemente enferma de violencia cultural como consecuencia del largo conflicto. Hoy, las cifras de violencia y las leyes de la guerra corroboran su teoría.

Según los datos actualizados de Medicina Legal, de la Policía Nacional y del Registro Único de Víctimas, durante los últimos 20 años, el 40.8% de las muertes violentas fueron consecuencia de la guerra y menos del 15% de los casos restantes estuvieron asociadas con robos o con delitos afines. Es decir, más o menos el 45% de los asesinatos fueron producto de violencia intrafamiliar e interpersonal.

Las leyes colombianas que regulan el conflicto, por su parte, han tenido una repercusión directa en el número de bajas y de enfrentamientos, en el significado y en los contenidos morales de la guerra y, consecuentemente, en los imaginarios colectivos sobre la vida y la muerte. En contraste con las normas que operan en tiempos de paz, nuestra política militar ha santificado la victoria por encima de los derechos humanos y ha impuesto categorías dicotómicas sobre los combatientes, partiendo el mundo entre amigos y enemigos.

El Manual de Guerra colombiano, así como las Reglas de Enfrentamiento de las Fuerzas Militares, han catalogado al guerrillero como un ser 100% nocivo que representa una amenaza letal en todo momento y que, por tal razón, debe ser neutralizado o detenido a primera vista. Colombia es de los pocos países que ha adoptado la regla de “función de combate continuo.” Esta les permite a los soldados atacar a los miembros de los grupos subversivos en cualquier momento y contexto, sin importar que estén o no participando en hostilidades, pues son considerados adversarios por el emblema que llevan puesto, mas no por estar delinquiendo.

La guerra, poniendo la pauta, y la sociedad, siguiéndole el paso, acogieron una lectura radical y destructiva del conflicto, según la cual no se trata de resolver las diferencias entre los bandos opuestos, sino de sobrevivir a costa de la destrucción del otro. En este entendimiento enfermo de los problemas, no existe espacio para el diálogo. El conflicto, tanto el colombiano como aquel del colegio, es un escenario donde el futuro de las identidades y los imaginarios de sus participantes dependen del aniquilamiento de la contraparte, mas no de resolver aquello que los separa.

Debido a la extensa duración de nuestro conflicto armado, la violencia cultural se ha desarrollado más de lo normal, pues la guerra dejó de ser un estado excepcional y se volvió la norma general. Nuestro caso es tan crítico, que la violencia ya no tiene una tonalidad neutra, sino positiva. No nos enmudecemos ante el ciudadano agresivo y hostil, sino que lo admiramos y disfrutamos con él el daño que imparte a quien se le viene en gana.

La guerra y sus leyes siempre producirán violencia cultural. Algunos Estados, como es quizá el caso de Colombia, requieren acudir a políticas militares abiertamente destructivas para abrazar una paz esquiva. El Derecho Internacional Humanitario lo permite y el país, muchas veces, lo reclama. Sin embargo, esto no significa que no debamos reflexionar sobre los impactos culturales que tiene nuestra política de defensa, ni que debamos dejar de buscar formas para apaciguar y para remediar sus inevitables efectos.

En este momento, cuando el país se reconstruye a sí mismo mientras sigue protagonizando un conflicto que no termina, es importante que entendamos que todo lo que pasa en el campo de batalla siempre tendrá un efecto residual en nuestros entornos más cercanos. Si no tenemos una discusión pública sobre la guerra que sufrimos y que seguiremos sufriendo, estaremos condenados a atacarnos los unos a los otros, como la niña del INEM quien, ante el menor de los problemas, encontró en su cartuchera el destino de la otra.

*Abogado y Filósofo de la Universidad de los Andes y Maestro en Derecho de la Universidad de Harvard.

 

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