Colombianismos

Francisco Gutiérrez Sanín
12 de abril de 2019 - 06:10 a. m.

Inmediatamente se pactaron los acuerdos entre la minga y el Gobierno, y antes de la reunión fallida que hubiera podido abrir una conversación entre comunidades y presidente, Noticias Caracol hizo una de sus habituales encuestas entre los televidentes. La pregunta era si los participantes creían que el Gobierno incumpliría aquellos acuerdos. Más del 70 % dijo esperar que lo haría. Me parece que esta es una de las grandes noticias que dejó la minga, quizás LA noticia, aunque por desgracia pasó completamente desapercibida.

No estamos hablando, claro, de un ejercicio estadístico propiamente dicho, sino de lo que se llama una “muestra de conveniencia”. Además, factores de coyuntura pudieron haber influido en el resultado. Pero con todo y estas reservas, es una cifra que produce pasmo. Casi tres cuartas partes de los consultados esperaban que el desenlace de una movilización que buscaba condenar y compensar el “faltoneo” oficial —no por casualidad el español colombiano tiene un término específico para esta clase de comportamiento— terminaría con un nuevo episodio de este tipo. De haber podido participar, yo hubiera estado —por una vez en la vida— con la mayoría.

Los efectos de contar con un Estado faltón son brutales, entre otras cosas, porque generan un complicado sistema de expectativas mutuas que puede ser muy difícil de desmontar. Está muy claro que la creación de esas expectativas precede con mucho al actual Gobierno. La pregunta es qué está haciendo este para desmontarlo. dE HECHO, En la interpretación tanto de la ministra Nancy Patricia Gutiérrez como del propio Duque, ese era precisamente su objetivo: no acallar la protesta con promesas falsas, sino con discusiones serias que partieran de la realidad fiscal del país.

Por desgracia, esta es una versión edulcorada y poco plausible del libreto real del oficialismo. En realidad, el discurso del Gobierno y su bancada conlleva otros mensajes, que son fatales. Destaco tres. Primero, que la palabra empeñada por el Estado no vale: eso lo firmaron otros, no yo. Ese ha sido de hecho el núcleo duro del discurso de la actual administración: desde la paz con las Farc hasta los acuerdos sociales, lo que no haya sido hecho por el uribismo puede o debe ser minado sistemáticamente. Segundo, que es posible usar el lenguaje cotidianamente para decir una cosa mientras se hace la otra. Tercero, que hay una última instancia, no necesariamente institucional, para solucionar los conflictos (piénsese en “las masacres con sentido social”; una vez más, ¿en qué otra parte del mundo hispanoparlante podría el lector encontrar una expresión análoga?). Para promover esos ataques hay que convertir al interlocutor en el Otro esencial: el subversivo, el terrorista, el enemigo. Basta con ver los comentarios de Prada sobre la minga. Cualquiera de estas lógicas por separado anularía completamente la necesidad política o moral de cumplir con la palabra empeñada; juntas tienen un efecto tremendamente destructivo.

En el terreno crucial de los acuerdos de paz y de las víctimas del conflicto, ellas tres aparecen de manera transparente. La paz es de Santos y las Farc; no tiene nada que ver conmigo. Puedo decir, para consumo sobre todo de los europeos, que no la voy a hacer trizas, pero tengo que bloquear todos sus aspectos esenciales —y si puedo, convertirla en un linchamiento colectivo—. Y sólo existe una clase de víctimas, las de la subversión; las demás no son interesantes.

Los eventos del 9 de abril mostraron otra cara de la moneda: al tratar de deslegitimar y de destruir las instituciones de justicia transicional nacidas del acuerdo de paz, este Gobierno ha bloqueado la posibilidad de que las víctimas de distintos perpetradores encuentren puntos mínimos de convergencia. A las víctimas también las fracturó, quizás irreparablemente. Si hace sólo un par de años la pregunta retórica de moda era: “¿Esa es la paz de Santos?”, la de hoy debería ser: “¿Esa es la unión de Duque?”.

 

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