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“Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra, atravesado por un rayo de sol, y de repente anochece”, decía el gran poeta italiano Salvatore Quasimodo.
Queda uno solo, entonces. Ya no lo toca la luz del cielo. La luz de dios, para los que lleven ese consuelo. Queda uno solo. De cara a la oscuridad del mundo. Ya un rayo púrpura del atardecer no nos elige. No hace que la figura y el ademán que somos se puedan distinguir temblando en la distancia, reverberando. Queda uno solo. Los árboles oscuros, los parques oscuros, las calles oscuras, los cerros a lo lejos, sin forma...
Solos estamos también en la alcoba, en la cama, cuando nos despierta una espina clavada en la frente o en el pecho en mitad de la noche. Es la angustia. Regresamos de un empujón violento desde el país tibio del sueño, regresamos heridos, vejados. Y lente de aumento, la tiniebla nos ofrece todo nuestro miedo. Cómo son de altos los enemigos en ese instante, cómo son de feroces los lobos que nos muerden los brazos, cómo son de crueles las palabras que nos repetimos haciéndonos daño.
¿Cuál es el propósito de la vida?
¡Vaya pregunta! Sé que es cosa trillada, pero ahora que empiezo a entrar en la alameda de mi edad madura, como le digo a mi esposa, me llega y me quema los ojos esa pregunta. ¿Para qué hemos venido?
Acaso, cuando luchamos por el amor y la libertad, las únicas dos cosas verdaderamente importantes de la vida según entiendo, acaso en esos instantes somos realmente seres humanos, hombres y mujeres en toda la potencia vital, en toda la anchura de ese destino, de esa aventura misteriosa sobre la Tierra. Somos como héroes de los libros infantiles y el sol, el rayo de sol que pervive en la tarde, en el horizonte ya curvo de la tarde, aún nos atraviesa y nos ilumina los huesos y el alma. Estamos atados a la tierra por la luz que cae de las nubes y la oscuridad no nos asusta, no nos atemoriza que pueda llegar porque estamos haciendo algo heroico y noble.
De repente ese es el propósito de la vida. Buscar a lo largo de nuestro tiempo, el que nos ha sido dado por el azar o la providencia, ese instante, ese segundo en la vida de cada uno en el que somos un poco héroes. Sencillos, cotidianos, simples héroes íntimos y domésticos.
En fin, cosas que se piensan mientras pasa la vida en Bogotá. Por las ventanas, por las venas. Tanta soledad de tantos. Tanto dolor. No hablo de grandes conquistas ni de cosas que despierten la adulación y los elogios de todos. Hablo de verdaderas gestas humanas. Inmensas hazañas de todos los días. Hablo de una mujer que se muele trabajando por sus hijos chiquitos. Que viaja tres horas en Trasmilenio para ir a limpiar un apartamento en el norte de la ciudad. De eso hablo. No de llegar a la luna, o de crear una inmensa fortuna. Eso no tiene mayor valor en este ámbito en que uso las palabras.
Oigamos la cita de Quasimodo otra vez, pero en su lengua, pues en verdad es un bello momento de la poesía moderna: “Ognuno sta solo sul cuoredella terra, trafitto da un raggio di sole, ed é subito sera”.
