The American Dream

Adolfo León Atehortúa Cruz
13 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Estados Unidos ha sido considerada por historiadores y sociólogos como una “nación de naciones”. Ningún país en el mundo se ha construido gracias a millares de inmigrantes como este. La revolución industrial, las crisis agrícolas de Europa, sus demoledores inviernos, las constantes guerras con el recurrente servicio militar obligatorio, así como la persecución política y religiosa que imperó en el viejo mundo, llevaron a casi 40 millones de europeos a buscar el “sueño americano” en grandes oleadas que, en fases migratorias a veces superpuestas, determinaron a finales del siglo XIX la composición étnica que hoy se define blanca y estadounidense.

A mediados de aquel siglo, la población de las colonias inglesas en el norte de América se calculaba en poco más de 2 millones de personas. Treinta años más tarde habían llegado del Reino Unido cerca de 9 millones; otros 6 de Alemania; 2.5 de los países escandinavos y 3 millones desde Canadá. Arribaron luego austriacos y húngaros; griegos, moldavos, polacos y serbios; rusos, ucranianos, judíos e italianos que duplicaron la población ya existente en solo veinte años. Barcos llenos de hombres y mujeres llegaron en avalanchas hambrientas hasta la isla de Ellis para empujar con sus brazos la evolución industrial de la creciente potencia.

Fueron inmigrantes del norte de Europa quienes poblaron inicialmente el Oeste; alemanes quienes ocuparon Cincinnati, St. Louis y Milwaukee, suecos los de Minnesota. A principios del siglo XX, tres cuartos de la población neoyorquina era nacida fuera de América y allí, como en Detroit, San Francisco o Massachusetts, se construyeron ghettos y barrios que incluyeron también al de los chinos.

Los mexicanos, por el contrario, llegaron tarde y entraron por tierras que les fueron propias: Texas, Nuevo México, Arizona y California. En 1930, el censo de Estados Unidos contó tan solo 750.000 inmigrantes latinos, la mayoría de los cuales eran trabajadores eventuales que entraban y salían. La transferencia de dicha población, como ahora, no se consideraba grata. Tampoco eran queridos los indígenas, ancestrales dueños de un territorio que los blancos les cercaron y que fueron declarados en “mudanza”, como ocurrió con los Cherokees y los Choctaws, arrojados por la violencia más allá del Mississippi y que, al igual que los Creeks, fueron trasladados con engaños y amenazas, y luego perseguidos a muerte por el Ejército, como masacrados fueron los Seminoles en Florida. Los negros, entre tanto, padecían la esclavitud y siguieron soportándola aún después de la Guerra de Secesión que no logró abolir tampoco el apartheid imperante en los Estados del sur hasta la segunda mitad del siglo XX.

La inmigración y ocupación del territorio, entonces, se patrocinó para unos, pero no para otros. Las leyes de inmigración cambiaron a menudo para restringir el ingreso de poblaciones que empezaron a considerarse indeseables. El norte prevaleció en las preferencias sobre el sur. Un mapa interactivo elaborado por Max Galka y que puede consultarse en Internet, da cuenta histórica del proceso con especial exactitud. México aparece aportando inmigrantes en 1923 pero es superado por Canadá e Italia. Desaparece en los años siguientes y solo retorna en los años 50 para ocupar en los 60 el primer lugar entre la población inmigrante. Filipinas, China y el resto de Asia le seguirán de cerca en los años recientes, sin que otros países latinoamericanos puedan sobrepasarlos. Pero, con todo, su presencia, unida a la de cubanos y centroamericanos, ha dado un vuelco a la proporción de población estadounidense que representa a los nacidos en el extranjero:  hoy está por encima del 16 por ciento de la población total de Estados Unidos y el español es la segunda lengua en todo el territorio.

Lo grave es que estos inmigrantes tardíos, movidos por los conflictos y la miseria de un mundo desigual y despiadado, no han corrido con la suerte menos reciente de aquellas masas enormes que llegaron a emplearse con el sueño de llevar a sus familias y convertirlas en ciudadanas aún a costa de entregar la vida como soldados norteamericanos en ajenas guerras. La aparente comodidad brindada por el nivel de vida de una sociedad que exige garantías para el consumo, les ha sido esquiva. Algunos tan solo ven el pago miserable por unas horas de trabajo precario, casi esclavo, que a duras penas permite la subsistencia y el envío de remesas al exterior para sofocar el hambre de los suyos en el llamado tercer mundo. Otros, los más, se han estrellado con la humillación del regreso violento y la separación de sus familias. Con tristeza se enfrentan muchas veces al egoísmo de quienes llegaron primero y que defienden ahora la utilidad de sus impuestos.

Los nuevos inmigrantes padecen un ingreso cruel y funesto por trochas y atajos infestados por mafias y maleantes inhumanos que los someten a las más crudas e inimaginables violencias y exacciones. Y ahora, a su arribo, son recibidos con prisión, con el secuestro y separación de sus hijos menores encarcelados tras mallas dignas de las peores cárceles, sometidos a choques y afectaciones emocionales irreparables mientras sus padres son tratados como delincuentes. Ni el fallo de los jueces ha podido reunir a las familias que fueron destrozadas en forma irreversible. 

La política antiinmigrante de Donald Trump, plagada de campañas xenófobas y reivindicada por grupos de ultraderecha incluso armados, persigue con cinismo un efecto disuasorio. Sin embargo, ese salvajismo olvida que la transnacionalización de los procesos productivos y de los mercados de bienes y servicios, tan en boga con la globalización, incluye también el mercado del trabajo y que este, por supuesto, se convierte en una necesidad sistémica. Nada detiene a masas hambrientas sin nada que perder, excepto su familia o su vida. Solo esto tienen y lo arriesgan de hecho en el trasiego fronterizo. Da igual si en suelo americano finalmente se las arrebatan.

Mientras tanto, como irónica paradoja, una selección cubierta de inmigrantes africanos disputa con la bandera de Francia la final del campeonato mundial de fútbol.

P.S. Tras culminar mis responsabilidades como rector de la Universidad Pedagógica Nacional, agradezco a toda la comunidad universitaria y del IPN, a nuestros egresados, a las instituciones, entidades y personas que apoyaron nuestra gestión y que hicieron posible un balance favorable de ella. Por supuesto, fue labor colectiva de un equipo al que también agradezco con especial afecto. Destaco entre mis logros el contar hoy con muchos más amigos de los que tenía al iniciar, y el haber recibido siempre, hasta el último día, incontables expresiones de aprecio y reconocimiento por parte de nuestros estudiantes.  Gracias también a los lectores de esta columna. Llevaré por siempre la defensa de la universidad pública en mi corazón.

* Doctor en Sociología. Profesor, Universidad Pedagógica Nacional.

 

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