Paraísos personales

Adolfo Meisel Roca
21 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Los estudios de felicidad muestran que esta tiende a aumentar con la edad. También, infortunadamente, aumentan con los años los suicidios y los casos de depresión crónica. Pero, para muchas personas, con la madurez llegan grandes ventajas en términos de estabilidad emocional y de conocerse a sí mismo. Esto, por cuanto con el paso de los años construimos nuestros paraísos cotidianos. Jorge Luis Borges concebía el paraíso como una biblioteca. Creo que no le faltaba razón. En mi caso, mi biblioteca personal, acumulada por muchos años, aunque diezmada por las vicisitudes de dos traslados donde perdí una cantidad relevante de libros que valoraba, es un lugar de quietud y alegría.

Nunca he sido bibliófilo, es decir, amante de los libros como objetos. Los he estimado por su contenido y por los formatos amables para la lectura: buen diseño, papel que no refleje y permita subrayar, y letra de tamaño adecuado.

Algunos libros siempre los tengo cerca y me han marcado o me han producido una inmensa satisfacción intelectual. No conozco una mejor autobiografía que la del sociólogo francés Raymond Aron y me gusta volver sobre sus páginas de cuando en cuando. Para no mencionar los libros luminosos de Fernand Braudel, el historiador más importante del siglo XX, de los cuales siempre se aprende cada vez que se regresa a ellos.

El gran poeta Francisco de Quevedo lo expresó muy bien: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”.

Cada cual tiene sus pequeños paraísos personales que le alegran la vida. Pero creo que una parte muy importante de los problemas del país se explican por el hecho de que con la ampliación de las comunicaciones ha explotado en nuestra sociedad un afán consumista desmesurado que alimenta la corrupción. No es solo lo básico o un buen estándar de vida a lo que aspiran algunos, sino a la vida del jet set con sus gastos en lujos. Por ese apetito, algunos están dispuestos a robarse el alimento de los niños desnutridos, los recursos de las personas que sobrevivirían con operaciones de rutina, los recursos para construir más escuelas y laboratorios para las universidades. Se gastan estos recursos a los ojos de todos en fiestas de miles de personas, con toda clase de gente y nadie dice nada sobre la fuente de ese boato. Este haber perdido el norte ético ha derivado en el peor problema del país: la corrupción. La corrupción lleva a que el Estado no sea efectivo para cumplir sus funciones básicas: proveer la seguridad de los ciudadanos, su educación y salud. Estos gobiernos sin eficiencia hacen que se desprestigien la democracia y la economía de mercado, resultando en un ambiente político en donde propuestas populistas que ofrecen soluciones fáciles para los problemas sociales terminan siendo atractivas. Ese es el actual drama de Latinoamérica.

Durante años Colombia no fue terreno fértil para las aventuras populistas. Es posible que el conflicto armado hubiera hecho que en el pasado esa opción no prosperara. Pero en las actuales circunstancias la salida populista es más posible. Sobre todo si sigue vigente el pacto diabólico en el que la dirigencia que no está directamente involucrada en la corrupción convive, se alía y tolera a los corruptos.

Hago este balance al finalizar un año muy convulsionado políticamente. Trato de ver más allá de la espuma de los acontecimientos para detectar las corrientes marinas que agitan nuestra vida política. Pero no dudo que podemos tener una mejor sociedad con los recursos con los que contamos si se invierten bien, se prioriza el gasto en los más vulnerables y actuamos con tolerancia y amor.

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