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ENTRE 1761 Y 1800, LA EXPANSIÓN demográfica y económica del Virreinato de Nueva Granada fue sorprendente.
La población creció 85,7% en esos cuarenta años. La población mestiza lo hizo aún más rápido. En la provincia de Santa Fe, la tasa anual promedio de crecimiento fue de 3,4%, un ritmo muy alto para la época en cualquier parte del mundo. Además, la producción de oro, el principal producto de exportación, creció al 2,5% anual promedio.
El logro anterior resulta más sorprendente si se tiene en cuenta que el interés de las autoridades de Madrid no era ni el crecimiento, ni el bienestar de los neogranadinos, sino que éstos pagaran impuestos para que ayudaran a financiar los gastos militares de España en América y Europa. Como resultado de las reformas que los Borbones realizaron a partir de 1760, y especialmente desde fines de la década de 1770, la presión fiscal, es decir, el porcentaje del producto interno bruto apropiado por el Estado, se triplicó. Ni siquiera la Rebelión Comunera de 1781 logró frenar esa escalada tributaria.
Los aumentos en los recaudos fiscales superaron el crecimiento de la población de la Nueva Granada. Ello permitió la generación de excedentes en las Cajas Reales neogranadinas, lo cual sirvió para que después de 1780 el virreinato le pudiera enviar remesas a la Tesorería General de Madrid, pues los gastos en el situado de Cartagena, la otra carga que pagaba la Nueva Granada con sus excedentes fiscales, bajaron proporcionalmente a los ingresos.
Hasta fines del siglo XVIII ninguna economía había logrado el aumento sostenido en el tiempo en el ingreso per cápita, pues dado que la tecnología avanzaba poco, los aumentos en la población llevaban después de cierto punto a rendimientos decrecientes y, por lo tanto, a las hambrunas, las pestes y la consecuente reducción de la población. Ese fue precisamente el mundo que describió Thomas Robert Malthus a comienzos del siglo XIX en Inglaterra, exactamente cuando su país estaba superando para siempre, y por primera vez en la historia de la humanidad, la barrera histórica de cero crecimiento del ingreso per cápita en el largo plazo. Este último proceso es lo que conocemos como la revolución industrial.
Todo ese aumento en la presión fiscal y todo ese crecimiento de la población se lograron sin que se cayera en un ciclo contraccionista, porque había recursos sin utilizar. El aumento de la población estimuló el comercio entre las regiones y, por lo tanto, la especialización (por ejemplo, en lo que hoy es Santander, en ropas del país, alpargatas, sombreros, conservas de guayaba, entre otros productos) y las economías de escala. De esa manera se pudo evitar la trampa maltusiana.
La pregunta que es necesario hacerse ahora, 200 años después de la independencia, es si ese crecimiento tan rápido en el tamaño de la economía neogranadina es compatible con la evaluación tan crítica que los pensadores económicos criollos de fines del período colonial, José Ignacio de Pombo, Antonio Nariño y Pedro Fermín de Vargas, entre otros, hicieron de la economía. Por lo menos el supuesto estancamiento económico, al cual se refirieron ellos, así como los reformadores liberales de mediados del siglo XIX, no es defendible a la luz de la anterior evidencia empírica. Razón de más para resaltar el efecto acelerador que sobre nuestra independencia tuvo la invasión napoleónica de 1808, pues es probable que el auge económico hubiera permitido la continuidad del dominio español, por lo menos por unas décadas más.
