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La primera vez que vi de frente a los ladrones sucedió una noche después de haber salido de una clase en la universidad. Como vivía muy cerca de ahí, iba y regresaba a pie. Y recuerdo bien que estaba inmersa entre algunos pensamientos cuando la luz frontal de una motocicleta me enfocó. De ella se bajó un hombre, caminó hacia mí y desenvainó un cuchillo que brilló y me puso en el cuello. Me arrancó una cadenita delgada de oro que llevaba en el cuello, vació el bolso de libros, los tiró al piso, se llevó mi billetera y se fue. Y con la misma facilidad que él y su compañero llegaron, desaparecieron en el horizonte oscuro de una noche más de un barrio.
Cuando llegué a la casa, sin palabras, una tía preguntó por la palidez de mi piel y luego, después de contar la historia, uno de los integrantes de la visita familiar dijo que eso me pasaba por andar de noche, en la calle, sola, a esas horas, y que agradeciera que no me había pasado nada más. Recuerdo ese incidente con nitidez. Desde entonces, me hice el propósito de no obsesionarme con los ladrones y de no pensar mucho en ellos. Es mi forma de no invocarlos. Al mismo tiempo, me sirvió para pensar en lo horrible que es llevarse los objetos del otro.
Sin embargo, si vives en una ciudad grande de Colombia como Medellín o Bogotá, es imposible no pensar en ellos al menos un par de veces a la semana: los episodios están en las noticias locales o si eres una de las personas como yo, que a veces sale con cierta libertad o despreocupación a la calle, probablemente escuches varias veces esta frase: “cierre el bolso”.
Por esta frase he terminado hablando con desconocidos variados y no precisamente de ladrones y robos. La conversación ha empezado por ahí y termina en otros temas. Y luego, al despedirnos o al agradecer el interés genuino y ajeno, me pregunto si hubiera sido más lindo atrevernos a hablar con los demás sin que el miedo a que te quiten tus cosas sea el inicio de una conversación.
Este año que termina conocí la historia de alguien que estableció un negocio paralelo mientras trabajaba en un lugar. Se robó las ideas, fue desleal y creó caos y desconfianza. También supe del integrante de una mafia europea que recorrió miles de kilómetros en avión para esconderse en un apartamento de El Poblado mientras robaba la tranquilidad a los vecinos, y supe con detalles las historias de Daniel Quintero, exalcalde de Medellín, y de algunos de sus funcionarios. También escuché apartes de una entrevista a Emilio Tapias y ni hablemos del exministro Ricardo Bonilla y del exministro Luis Fernando Velasco.
Muchas de estas personas tuvieron la ingenuidad de creer que lo suyo nunca se sabría, no pensaron en el daño ajeno y no recibieron la educación necesaria en ningún momento de la cadena (familia, colegio o trabajo) que los detuviera y les mostrara el robo más profundo que le causan a las personas al tocar lo ajeno: la instalación del miedo y de la confianza.
Vivimos en ciudades donde muchos tienen este verbo como preferido: robar. Y lo hacen, en la mayoría de los casos, para ascender en la vida sin tanto esfuerzo, para completar con objetos o sensaciones los vacíos de su mundo espiritual y emocional.
Y como estamos tan acostumbrados a que los robos materiales y espirituales sucedan, brilla tanto la honradez: sobresale el que devuelve una tarjeta, el que lleva un celular abandonado; el que anota con exactitud, en la lista de inventarios, todos los elementos de un negocio. Lo que debería ser común y escaso motivo de elogio se ha convertido en sobresaliente.
Ojalá en este 2026 podamos hablar más a otros para ver cómo se sienten y menos para pedirles que cierren el bolso. Que llevarse lo ajeno resulte en sanción moral colectiva y en lugar impensado. Y, sobre todo, que podamos elegir gobernantes y un presidente o presidenta que lleve en el cuerpo y en el corazón las banderas de la honradez y la delicadeza. ¡Felices fiestas y gracias por haberme leído en este año que ya casi termina!
