Hace unos días, en un momento fugaz televisivo, un periodista realizó un informe desde el mercado de Baishazhou cerca al centro de Wuhan (China). Mientras recorría el lugar con un lenguaje corporal estoico, caminó cerca a tiendas con rejas metálicas brillantes y contó algunos cambios que han ocurrido desde su apertura hace unas semanas. Antes de la pandemia se vendían ahí más de 120 toneladas diarias de animales vivos. Ahora se venden casi 30, dicen los expertos. Allí entrevistó a un vendedor que negó la existencia de murciélagos como se dijo al principio. Y es que una columna publicada en The Washington Post plantea la posibilidad de que el coronavirus no se haya originado en el cuerpo de un comensal de murciélagos, sino a causa de un descuido volátil y mortal dentro de un laboratorio que lo investigaba.
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Más allá de quién sea el responsable del encierro planetario, lo sucedido en China ha llevado de nuevo la atención hacia un tema que los humanos aún no resolvemos: el maltrato animal. Quienes recorrieron aquel mercado describen escenas donde los protagonistas eran patos, marmotas o iguanas moribundas mientras su dueño esperaba la llegada de un comprador.
Ahora, y debido a lo sucedido, el gobierno de la ciudad de Shenzhen prohibió recientemente el transporte de fauna salvaje. También estudia la posibilidad de acabar con el sacrificio de gatos y perros por considerarlos animales de compañía, en un país donde según cifras oficiales se sacrifican al año al menos diez millones de ellos con intenciones gastronómicas. Lo ocurrido en Wuhan comprueba una situación inaplazable: la necesidad de respetar los animales en un mundo donde muchos han cerrado los ojos a su sensibilidad e importancia en los procesos naturales y vitales.
En el 2009, el escritor Jonathan Safran Foer publicó el libro Eating animals (Comer animales) en el que, después de tres años de recorridos por mercados, granjas, galpones y lugares de sacrificio en Estados Unidos, comprendió las formas de proceder de gran parte de la industria alimentaria estadounidense. Además de no volver a comer carne, llegó a algunas conclusiones. Entre ellas, esta: “Los encargados de la agricultura industrial saben que su modelo de negocio depende de que los consumidores no vean lo que hacen”. Y agrega: “Esos granjeros de fábrica calculan qué tan cerca de la muerte pueden mantener a los animales sin matarlos. ¿Qué tan rápido se les puede hacer crecer, qué tan apretados se pueden empacar o dejar junto a otros, qué tan poco pueden comer o qué tan enfermos pueden estar sin morir?”. Independientemente de si el enfermo número uno del coronavirus comió murciélago o no, o si fue un pangolín el encargado de transmitirlo, la realidad de Wuhan es la misma en muchos lugares del planeta, aunque cambie el tipo de animal sacrificado. El maltrato, la falta de higiene y la insensibilidad también se ven en muchas de nuestras plazas y mercados locales. Safran Foer dice que la elección de alimentos está determinada por muchos factores, pero la conciencia o el porqué no suele ocupar un lugar destacado en la lista. Saber qué historia o razones hay detrás de lo que comemos tendría que ser parte de nuestra nueva conciencia.