Después de Tinder

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Adriana Cooper
20 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.
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Hace un tiempo, un escritor me dijo: lo único que deben hacer los columnistas es orientar a la opinión pública en temas y no usar las columnas para hablar de sí mismos. Tiene razón. Pero a veces cabe una excepción, como hoy. Por aquello de la credibilidad. Es viernes por la tarde y, después de escuchar varias historias y por curiosidad, entro a Tinder, la aplicación de encuentros. Abro una cuenta y en la pantalla aparece la foto de un hombre joven, en sus 40. Deslizo mi mano hacia la derecha y veo más. Luego me daré cuenta de que la derecha equivale a aceptar y la izquierda a rechazar. Fotos de gatos (¿para no mostrar la cara?), torsos descubiertos, excompañeros de trabajo y estudio, algunas caras conocidas. Turistas, hombres casados que escriben “busco amistad”, profesores universitarios. Fotos que llevan a completar una historia, a suponer. La imagen y la tecnología nunca se impusieron con tanta fuerza ante la naturaleza, como predijo Orson Welles. Hay tantas opciones como en un supermercado y, para borrar cualquier juicio, algunos responden: así se conoce la gente ahora. Por error, marco corazones y estrellas en algunas fotos. La pantalla se ilumina y aparece un letrero: “It’s a match”. Empiezo a recibir mensajes e invitaciones. Acepto una, la de un hombre interesante y respetuoso que quiere salir del mundo cerrado y predecible en Medellín. Para la terapeuta Esther Perel, esta aplicación es un ejemplo de lo que ocurre en temas de relaciones humanas: “Antes, en los pueblos, la gente elegía entre dos personas y eso era limitante. Luego escogía entre 10 o 15 y eso era mejor. Cuando hay que elegir entre mil, para muchos puede ser paralizante. A otros les pasa que, por el temor de perder una opción mejor, se conectan para hablar con muchas personas pero no se comprometen” a algo más profundo y tranquilo. Gente conectada y ausente. La tecnología llegó primero que la educación sentimental.

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