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El lugar sobre el que todo el mundo siente derecho a opinar

Adriana Cooper

19 de octubre de 2023 - 09:05 p. m.

No estaba entre mis planes hacer esta columna muy personal. Primero, porque siento una timidez fugaz que me lleva a no contar mucho de mí a las personas que no conozco bien. En esta oportunidad, hago una excepción debido a la guerra reciente que llegó por sorpresa.

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La segunda vez que estuve en Israel llegué para quedarme varios años: había dejado mi casa en Medellín, para ir a estudiar religiones y la historia de este país y sus vecinos. Después de recibir algunas instrucciones en la oficina de admisiones de la Universidad Hebrea de Jerusalén, un estudiante japonés se ofreció a mostrarme el campus.

Luego de varios minutos de caminata entre edificios de piedra blanca jerosolimitana, hubo un detalle que llamó mi atención: Set, el joven que me acompañaba y había llegado hasta aquí para estudiar la Biblia, tenía las manos cubiertas con unos guantes de lana, en ese mediodía soleado de octubre. En un acto de indiscreción inconsciente, miré sus manos con piel arrugada y llena de cicatrices. Aunque yo no iba a preguntar nada más, él se adelantó: “Fui uno de los sobrevivientes del atentando que hubo aquí, en la cafetería”, dijo. Aquel ataque fue realizado por hombres de Hamás y acabó con la vida de nueve estudiantes que, al igual que él, habían llegado hasta aquí para estudiar.

Set fue uno de los casi 100 heridos que sobrevivieron. Desde ese momento y durante los 10 años siguientes, escuché historias similares y vi otras en las ciudades de Israel y en los territorios palestinos. En medio de ellas siempre había una belleza frágil y un mapa del dolor que adquirió formas variadas, en este, el lugar del planeta donde sucede el conflicto más prolongado y viejo, y a donde regresó el pueblo judío después de ser perseguido una y otra vez.

La guerra, entendida como un fracaso nuestro como humanidad, adquiere en este lugar formas que una persona en otro país y con creencias distintas probablemente tarde en entender. Y es que aquí pasan algunos traumas de generación en generación, se siente de verdad el amor a una tierra, conviven idiomas distintos, se comprueba el sentido de comunidad del pueblo judío y palestino entre los suyos, y a veces surge una desconfianza que aparece cuando nadie la espera o regresan recuerdos llenos de melancolía después de tantos sueños rotos.

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En los últimos días, muchos han opinado y tomado posición en este conflicto con base en publicaciones o reportes fragmentados de noticias. Lo hacen sin haber hablado con personas de ambos lados y matices variados, opinan sin haber estado ahí el tiempo suficiente o sin contrastar una información varias veces antes de lanzar juicios.

Cantantes, actrices, escritores, ministros, periodistas, profesores y el presidente. Muchos han opinado con ignorancia y atrevimiento. Con sus palabras, algunos han logrado precisamente lo que tanto critican: que este mundo sea más violento, intolerante y lleno de prejuicios. Detrás de esas opiniones suele haber soberbia, antisemitismo, odio, manipulación, verdades a medias o deseos de protagonismo. Por fortuna también existe la gente sensata que rechaza el dolor sin importar el bando, estudia, escucha y se pregunta qué hacer, más allá de las palabras, para que definitivamente las escenas de guerra y violencia no se repitan de nuevo, en Ramala, Gaza, Israel o en cualquier otro lugar del mundo.

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