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Es mediodía, estamos en el barrio Colombia, a unos pocos minutos de la avenida El Poblado, una de las calles centrales de Medellín. Una fila de carros espera avanzar, pero no lo logra. Adelante, un camión descarga baldosas, mientras los profesores de un colegio cercano intentan que sus niños salgan, sin riesgo. En una esquina, un taxista ha decidido detenerse a comprar un vaso de avena, mientras los demás, que van en sus carros y están detrás, esperan.
Cuando crees que no falta nada en esta escena de caos y derrota, aparece un camión rojo que busca avanzar, a través de la calle, para repartir gaseosas. Uno de los encargados salta por la puerta, toca el asfalto y empieza a entregar botellas a un par de lugares que están en el camino; habla por celular sin prisa, que esperen todos. Lo poco que quedaba de calma se ha ido y ahora solo se oyen gritos y pitos de carros con sonidos prolongados.
La desaparición del camión en el horizonte y la paciencia de unos pocos han devuelto a la calle un poco de recorrido fluido. Esta escena ocurre aquí varias veces por semana. Tanto, que ya parece tan natural como desayunar o cerrar la puerta con llave antes de salir de la casa. Sucesos como este se han hecho más intensos en Medellín, donde las autoridades, en los últimos años, suelen resolver este tipo de situaciones con multas o tecnología, no mediante procesos sociales de conversación, comunicación o conciliación. Aquí los vecinos intentan reunirse para conversar entre ellos, pero no existe aún la compañía de líderes gubernamentales o expertos en resolver estos problemas por vías duraderas y pacíficas.
Situaciones como estas se viven en las ciudades con más intensidad después del encierro y el virus que ya queremos dejar de nombrar. Las cifras de la quiebra están disponibles en estudios variados a través del mundo y, como consecuencia, entre la gente han aumentado el estrés y el malestar. De acuerdo con un informe reciente del Banco Mundial, cerca del 18 % de la población de América Latina y el Caribe vive con menos de US$3,1 por día y las cifras de pobreza en la región superan las de hace una década.
Con base en cifras reveladas por el Ministerio de Salud, en Colombia, en octubre del 2022, el 44,7 % de los niños tienen indicios de algún problema mental y el 2,3 % tiene trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Asimismo, se estima que el 6,7 % de los adultos ha experimentado trastornos afectivos. Según los expertos, muchas de estas enfermedades son resultado de la escasez económica y la ausencia de una educación emocional que nos prepare para las pérdidas, entender a otras personas y aceptar todo aquello que no depende de nosotros.
A esto se suma otro factor que llama la atención: aunque seamos una cultura de muchas palabras, aún no sabemos conversar ni escuchar para resolver situaciones y entender todos los puntos de vista. Para aportar a la solución, en Medellín existe Confluye, una consultora que trabaja para lograr una transformación a través de las conversaciones y del llamado “lugar interior”, ese espacio de conciencia donde hago todo lo que hago. Si no tratamos esto, muchos seguirán como el camión rojo de barrio Colombia: creyendo que son el centro del universo.
