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Un año después

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Adriana Cooper
05 de enero de 2023 - 05:00 a. m.
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Aquella mañana, la miré con sorpresa: después de un año de hojas verdes, la orquídea volvió a tener flores blancas. Ese fue uno de los regalos que recibí en el enero anterior, cuando se fue mi papá. Al igual que los olores, las flores también tienen ese poder: si las miras bien, las vas a asociar con algún momento. En este caso, se trata de una despedida, el recuerdo de alguien que ya no está.

Después de haber salido de la unidad de cuidados intensivos, alguien me dijo que esa pérdida era algo a lo que no me iba a acostumbrar del todo, simplemente, aprendería a vivir con ella. Y así ha sido; aquí estamos un año después. En estos casi doce meses que pasaron, ya no siento el impulso de llamarlo por teléfono a saludar o a hacerle alguna pregunta en la mitad del día. Al igual que antes, me alegro cuando en la calle veo a un señor de camisa de cuadros y tenis, como él, y segundos después regreso y entiendo que es una ilusión, que él ya no está, y que me gustaría ser como esas personas que tienen a ese señor, vivo, entre ellos.

Sobre los padres muertos se han escrito algunos libros muy bonitos. Y después de eso, yo no sé si tengo algo muy distinto qué decir. He confirmado el poder que tenemos todos para hacer mejor (en este caso) o peor la vida de otros. Mi papá intentaba arreglar los electrodomésticos y al final los dañaba todos, pero lo hacía con tanta calma y dulzura que nunca lograba enojar a nadie. Ni siquiera a los técnicos que luego llegaban a reparar lo que había hecho peor. Aunque él nunca lo denominó así, muchas de sus acciones fueron una lección de feminismo: nos enseñó a hacer todo lo posible para ser independientes, capaces, y a no pensar en límites, sin dejar de reconocer las virtudes de los hombres.

Hace unos días, mientras buscaba unos papeles, apareció una nota pequeña, en papel, que él escribió antes de regalarme un libro. Al lado de su letra cursiva había coloreado un girasol pequeño. Dibujos, bailes, recetas o emociones expresadas sin temor a perder algo hacían parte de los días, días que parecían el verano, con él. Aunque también había ratos difíciles, él se encargaba de que pasaran imperceptibles. No importaba la situación: un choque, disparos, un accidente, la muerte de un animal querido, un desamor; no había algo que lograra descomponerlo tanto como para no ayudar a encontrar una solución.

El día que murió mi papá nos sentíamos como en un cuarto inmenso, sin muebles, sin pinturas, sin puertas, era un poco como estar en el vacío.

Hoy, doce meses después me veo a veces saludando la gente con su misma alegría, manejando el carro despacio en los barrios (por si cruzan perros o niños, como él hacía) o mirando con amor cercano a personas desconocidas y con sus mismos gustos. Tal vez porque hacen que él esté siempre ahí, de una forma distinta y también inalterable.

Tal vez lo que más me ha gustado de estos doce meses es mirar los años con él, sin remordimientos. Él casi siempre dio lo mejor, y yo también intenté darle lo mejor que pude, en medio de la ignorancia, alguna que otra discusión, y los errores que cometemos los hijos. Quizás ahí está el secreto de los días buenos y de las historias bonitas en el mundo: empezar con la intención de dar lo mejor a las personas e irnos a dormir con la certeza de haberlo logrado. Aunque sea un poco.

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fredis(37419)16 de marzo de 2023 - 02:35 p. m.
Una nota muy bella escribiste, Adriana, sobre tu padre. Casi siempre notas semejantes se hacen para las madres (que se las merecen, desde luego). La tuya me ha parecido particularmente sensible, cálida. También triste. Un respetuoso abrazo.
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