
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Nací y crecí en Manizales, y los nevados hacen parte de mi paisaje. Vivo feliz al pie de un volcán activo, con su fumarola imponente, y amo las montañas que ofrecen un espectáculo que muta a diario: si el cráter Arenas emana ceniza, el Cumanday se ve gris; si llueve mucho, los nevados amanecen cubiertos de nieve, y si el invierno es muy intenso, al Paramillo de Santa Rosa se le ponen blancos sus tres picos. Dicen que el nevado se esconde de los turistas, pero algunos logran postales inverosímiles: antes de las 6:00 p. m. con un atardecer entre naranja y rosado, los rayos cálidos colorean la nieve. Los manizaleños crecimos con esa imagen, pero todavía hoy sacamos el celular para tomar fotos y registrar ese milagro.
Vistos desde Manizales, el orden de los nevados es: en primer lugar, el Cumanday, “banco hermoso”, conocido como El Ruiz; luego está el Paramillo del Cisne, que tuvo nieve, pero ya no; sigue el Poleka Kasué, “doncella de la montaña”, “princesa de las nieves” o Santa Isabel, y por último está el Paramillo de Santa Rosa.
Hasta hace unos años era común el plan turístico de subir al Ruiz. Uno llegaba en carro a El Refugio, una casita de madera en la que vendían aguapanela para el soroche, y desde la puerta ya se empezaba a caminar entre la nieve. Llegar en carro es el plan perfecto para los que no tenemos buen estado físico a 2.100 m s. n. m. Mucho menos a 5.000.
Cuando el volcán se alborotó de nuevo, restringieron el ascenso hasta allá. Hace varios años sólo se puede subir hasta El Valle de las Tumbas, una planicie de arena y roca que parece paisaje lunar. Allí solo hay viento, niebla, silencio y belleza.
La opción para quienes sueñan con conocer las nieves perpetuas es subir al Poleka Kasué o Santa Isabel. Se va desde El Cisne, por Villamaría, o desde Potosí, por la Laguna del Otún, pero es un destino exigente: en ambas rutas son varias horas de carro a las que se suman otras horas de caminata para llegar al glaciar.
Caminar varias horas se dice rápido. Pero cuando se hace a casi 5.000 metros, entre frailejones, trochas, piedras y barro, cada paso pesa.
La experiencia del Santa Isabel es distinta a la del Ruiz. El glaciar tiene grietas profundas y el hielo blanco luce azul por la variación de la luz. Hay varias lagunas a su alrededor y en la ruta también se ve mucha fauna: desde cóndores hasta cusumbos. Hace diez años, cuando ascendí hasta ese glaciar, lloré de la emoción. Fue mi Everest personal. Las tierras gélidas invitan a contemplarlas en silencio, con el corazón agitado y el alma agradecida.
Escribo esta constancia de lo que vi y viví en el Santa Isabel porque sus nieves perpetuas ya no lo son más. La semana pasada, el glaciólogo Jorge Luis Ceballos dijo en un foro en Pereira que desaparecerá en un plazo de entre tres y cinco años e invitó a conmemorarlo: a hacer memoria de lo que significó esta fuente de agua y de sublime blancura. Imagino a ese glaciar milenario derritiéndose gota a gota hasta extinguirse y pienso que la primera fase de un duelo es la negación.
