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“Dos suicidios en apenas cuatro días es una racha poco frecuente en la Fuerza Pública” escribió El Colombiano el 21 de junio. Se refería a Juan Andrés, un soldado profesional que el 16 de junio se quitó la vida con su arma de dotación en Puerto Wilches, y a Francisco, un cabo tercero que el 19 de junio hizo lo mismo en el casino de suboficiales del batallón de Facatativá. “Gracias a mi mayor López por arruinar mi vida”, fue el mensaje de despedida que grabó Francisco. La Procuraduría abrió investigación por acoso laboral, porque “su superior no toleraba su procedencia caribeña”.
No creo que sea una racha poco frecuente: en los primeros 10 meses de 2022 hubo 30 suicidios entre miembros del Ejército, es decir, tres por mes. Tampoco creo que el sector Defensa considere la cifra como alta. En 2021, cuando los suicidios de militares sumaron 41, además de 120 tentativas entre personal activo, un informe de Caracol Radio indicó que desde las Fuerzas Militares “se desvirtúa cualquier afirmación relacionada con la existencia de un gran volumen de casos de suicidio, ya que el censo poblacional es de aproximadamente 600.000 usuarios al año”.
El Ejército presentó la semana pasada “Soldado búho”, un plan para que los soldados aprendan a detectar “riesgos de salud mental entre sus compañeros”. La campaña nace porque “el Ejército Nacional ha identificado diferentes problemáticas que conllevan a generar afectaciones de salud mental entre sus miembros”. El diagnóstico luce acertado, pero dudo de la efectividad de la estrategia.
El Batallón Ayacucho de Manizales sumó este mes otras dos víctimas. Camilo, soldado profesional desde hace cinco años, se suicidó el 15 de julio en el batallón en Manizales. Ocho días después, el 22 de julio, lo hizo Jhon Antony en la base militar El Mirador, en Norcasia. Tenía 18 años y llevaba cinco meses prestando su servicio militar. Iba a escribir “apenas cinco meses” pero desconozco qué tan largos se le hicieron.
El coronel Juan Gabriel Rojas, comandante del Batallón Ayacucho, me aseguró que estos suicidios no tienen relación con el trato que reciben los soldados, sus jornadas exigentes o la disciplina militar. “Hablé con los comandantes y cabos a ver si de pronto alguien se las había montado, pero en realidad no tenían problemas. Camilo dejó videos despidiéndose de toda su familia y hay uno en el que me agradece a mí. Es un caso de depresión. El otro se relaciona con juegos en línea de anime que imponen retos con este desenlace fatal”.
Cada vez que veo una noticia sobre suicidio pienso en esa familia. Imagino a los papás y hermanos que empiezan a transitar el espiral de preguntas que latigan: ¿Por qué? ¿Qué pensó en sus últimos minutos? ¿Sintió dolor? ¿Miedo? ¿Somos culpables? ¿Pudimos hacer más? ¿Habría sido distinto sin un arma a su alcance? ¿Cuántos de los que lo llamaron por su apellido sabían al menos su nombre? La tortuosa lista solo se suaviza con amor, compasión y tiempo.
Ahora comienzan ese duelo los parientes de Jhon Antony, Camilo, Francisco y Juan Andrés, así como los del soldado José Camilo, quien se quitó la vida en mayo en un batallón en Barranquilla; los del soldado profesional retirado Hernando, quien se suicidó en enero en Cúcuta; los de Víctor, soldado que se suicidó en noviembre en el Batallón de la Jagua de Ibirico, y los de otros que no alcanzaron a ser breve titular de prensa. En una sociedad que se indigna ante el hostigamiento físico y mental que sufren médicos residentes del sector salud, la vida en los cuarteles se asume como esperable y sobreentendida.
