Hace unos días, en la Feria del Libro de Pereira, la escritora Pilar Quintana contó que en la segunda etapa de la Biblioteca de Escritoras Colombianas (BEC) se coló una Carmen Mola. Para quienes no tienen los antecedentes, Carmen Mola es una autora de novelas de suspenso, superventas en España. O al menos eso era lo que se creía: en 2021 ganó el Premio Planeta y se descubrió que Carmen Mola es el seudónimo de tres señores.
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La Carmen Mola de la Biblioteca de Escritoras Colombianas es Luis Enrique Osorio Morales, un escritor que hacia los años 30 usaba el seudónimo de Berta Rosal cuando quería tratar “temas espinosos”, que era su forma de llamar a los asuntos sentimentales.
El uso de los seudónimos ha sido común en la literatura. “Anónimo es nombre de mujer”, dijo Virginia Woolf, y muchas escritoras escondieron su nombre para proteger su identidad en lugares y épocas en las que no tenían libertad para publicar. Es importante recordarlo, porque, a diferencia de las escritoras que usaban seudónimos para protegerse y poder ser y existir, el gesto de Carmen Mola y Berta Rosal no es de protección: es un divertimento, una jugarreta o trampa para usurpar un lugar que les es ajeno.
Me gusta que se haya colado una Carmen Mola en la BEC porque evidencia un rasgo recurrente en nuestra cultura: las minorías oprimidas conquistan espacios que luego son usurpados por alguien del grupo opresor.
Los ejemplos abundan por fuera del campo literario. El caso del ministro de la Igualdad, Juan Carlos Florián, es eso mismo: un hombre (se registra como hombre en la hoja de vida ante la Función Pública) se hace llamar “ministra” para que su nombramiento no descuadre la cuota de género femenina.
Otro caso: las comunidades afrodescendientes lograron que en la Cámara de Representantes se abriera una circunscripción especial para ellas. En la pasada elección resultó elegido Miguel Polo Polo, quien renunció hace meses al consejo comunitario que le dio el aval. Ni allá lo reconocen ni él los reconoce, pero ahí sigue ocupando la curul afro.
Por estos días, los usurpadores de moda son los politiqueros que andan recogiendo firmas para convertirse en candidatos presidenciales. El requisito general para inscribirse como candidato es contar con el aval de un partido político, pero como cualquiera puede elegir y ser elegido y hay gente sin partido, la ley previó que para esos casos puntuales los aspirantes recogieran firmas y se registraran con el apoyo de un grupo representativo de ciudadanos. La idea de la ley fue garantizarle una oportunidad a los movimientos cívicos e independientes, pero hoy vemos una distorsión alucinante: los sospechosos de siempre, los que han conseguido avales con uno, dos o varios partidos, han aparecido en distintos tarjetones y han actuado a nombre de liberales, conservadores, Cambio Radical o la U, ahora recogen firmas posando como independientes, en un acto de doble usurpación, porque ni son independientes ni quieren ser presidentes: lo que quieren es poner a sonar sus nombres para luego ser ministros o congresistas.
La Registraduría gastará millones de plata, tiempo y esfuerzo para verificar que nadie firme usando seudónimos y que los nombres coincidan con las cédulas. Sospecho que los infiltrados no estarán en las planillas de firmas sino en los rostros que aparecerán en el tarjetón.