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En la clase media de una nación pobre como Colombia está el potencial electoral. Esta tesis no se ha estudiado con juicio.
En los círculos políticos colombianos es frecuente escuchar una frase que muchos le atribuyen a Luis Carlos Galán: las elecciones presidenciales en Colombia se ganan o se pierden en el estrato 4 de Bogotá. La frase tiene una acepción menos ingeniosa pero más práctica: el voto de la población urbana ubicada entre (digamos) los deciles 6 y el 8 en materia de ingresos —por definición una porción minoritaria del censo electoral— es definitiva en los resultados generales.
Los más sarcásticos dirían que ello es así porque los pobres no votan, los ricos son pocos y ejercen influencia por otras vías y la población rural es muy atomizada.
Si la idea es cierta, yo creo que el asunto es más denso e interesante y que tiene implicaciones importantes para comprender la arquitectura peculiar de nuestra política pública, y para sugerir propuestas políticamente viables que permitan superar sus protuberantes falencias.
Aunque no conozco un estudio que analice a fondo la validez empírica de esta tesis, sometiéndola a pruebas estadísticas bien pensadas y exigentes, me sorprendería mucho que la tesis resultara rechazada.
Primero, porque sólo en la clase media urbana de un país pobre se combinan tres factores cruciales: el orgullo de haber logrado acumular un capital con esfuerzo, la vulnerabilidad derivada de coberturas muy imperfectas a los diferentes riesgos que lo pueden esfumar y los efectos de vecindario que incentivan construir agremiación, institucionalidad y capital social.
De esta manera, creo que se trata de un grupo social provisto tanto de los incentivos como de las herramientas necesarias para hacer valer y respetar sus intereses en las urnas y en los demás espacios en que transcurre el debate público y ha logrado ser exitoso en socializar el costo de cubrir los riesgos que enfrenta su patrimonio de cara a la volatilidad del mercado laboral, las contingencias en materia de salud, los costos de la educación superior y el envejecimiento.
Segundo, porque siempre me ha impactado la brecha entre la retórica progresista e igualitaria de la política pública colombiana, empezando por nuestra Constitución de inspiración rawlsiana, y su implementación práctica, empezando por la jurisprudencia constitucional en materia social, a mi juicio sesgada en contra, no sólo del crecimiento económico, sino con frecuencia también de la población más vulnerable.
Esta paradoja sólo me la logro explicar pensando que constituye una manera de enfrentar la realidad y los desafíos que vive la clase media.
En muchos otros países pobres y sujetos de un proceso fuerte de urbanización durante la última generación, las opiniones e intereses de este sector social han ido moldeando tanto la composición del gasto público como la estructura de la tributación.
Plantear que un grupo de interés con enormes méritos y enormes vulnerabilidades ha sido exitoso en imponer su agenda, pacíficamente y respetando el ordenamiento institucional, habla bien no sólo de dicho grupo, sino de las instituciones políticas mismas. Ilustra también el hecho de que muchas transformaciones sustanciales de nuestra sociedad y nuestras políticas públicas no tienen origen, ni mucho menos, en los actores armados.
El problema es que, contrario al efecto usual proveniente de ampliar la clase media, la agenda vigente es proteccionista del statu quo y privilegia de manera excesiva un tipo de cobertura de riesgos, socializando primitivamente su costeo.
Ninguna de las reformas económicas que el país requiere a gritos de cara al siglo XXI es viable en lo político si elude la necesidad de sustituir los contratos implícitos de estabilidad y cobertura de riesgos del estrato 4, con mecanismos alternativos, menos ineficientes pero igualmente efectivos.
También creo que existen diversas formas contractuales, novedosas e interesantes, de lograrlo, formas cuya discusión, por razones de espacio, aplazo para otra oportunidad.
*Ex Ministro de Hacienda.
