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Entre 1995 y 2008, Alemania creció 16%, una cifra regular en comparación con el 27,7% promedio de la Unión Europea.
Varios libros recientes, reseñados en un ensayo estupendo del profesor T. G. Ash, de Oxford, están dedicados a analizar las diversas aristas asociadas con la caída del Muro de Berlín en 1989. Una de mis conclusiones, tras leer la reseña y uno de los libros analizados en ella, es que por fortuna el consenso académico jamás se tomó en serio el simplismo exagerado de F. Fukuyama, para quien el evento representó el “fin de la historia”.
Una de las aristas que me parece más interesante está prácticamente ausente de la amplia discusión que hace el profesor Ash, y es otro golpe a Fukuyama. Tiene que ver con las muchas frustraciones económicas por las que ha atravesado Alemania en estas dos décadas. Para empezar, lo cierto es que entre 1995 y 2008 Alemania creció 16%, una cifra muy regular en comparación con el 27,7% promedio de la Unión Europea.
De otra parte, agregando las cifras para el mismo período, la antigua República Democrática Alemana, incluyendo Berlín Oriental, creció 17%, que también se compara muy desfavorablemente con antiguos países comunistas, como Polonia, que creció 82% en el mismo período; Hungría (47,5%) y la República Checa (44%). La producción per cápita, de otra parte, aún no llega al 70% de lo observado en Occidente.
Estas comparaciones son aún más preocupantes dado que Alemania Oriental, con la unificación, entró —por la vía expedita del hecho cumplido— a la Comunidad Europea más de una década antes que los demás y recibió, en adición, transferencias (a precios de hoy) por US$2 trillones, el equivalente a unas 10 veces el PIB colombiano, por parte de los contribuyentes occidentales en el curso del período que comento.
Estos dos factores —acceso expedito al enorme y próspero mercado de la comunidad y cuantiosas transferencias— harían previsible para cualquier observador ubicado en 1990 una dinámica económica completamente distinta a la que, en efecto, se observó en el par de décadas subsiguientes. En primer lugar, uno hubiera esperado en el Oriente un proceso de convergencia muy rápido hacia la productividad occidental, amparado en la transferencia tecnológica asociada con la inversión y con la conversión del obsoleto aparato productivo, de una parte, y a la migración laboral, de otra.
Segundo, este proceso de convergencia haría anticipable un avance significativo en la producción generada en Oriente. Tercero, uno habría previsto que la convergencia ocurriera al amparo de un crecimiento armónico entre la producción y el gasto en Oriente.
Nada de eso se dio y conviene preguntar por qué. Primero, desde el principio se decidió que habría una igualación rápida de salarios entre las dos regiones, eliminando de tajo el atractivo de invertir en el Oriente, trasladando inversión y productividad a otros lugares del mundo y condenando la región al atraso asociado con su pasado industrial.
Segundo, se decidió también cobijar rápidamente a los ciudadanos del Oriente con las costosísimas mantas del estado de bienestar occidental, de tal suerte que los niveles de gasto en la región exceden, aun hoy, sus ingresos corrientes, en algo así como 50% y no se perciben, por ahora, soluciones a la enorme carga que le impone este cuantioso déficit de la región, al futuro de la nación en su conjunto.
Entre las múltiples lecciones que dejan los trascendentales acontecimientos originados en Berlín en 1989 está la siguiente, relativamente inadvertida: las buenas intenciones, como lo muestra la historia reciente de Alemania, son una condición necesaria, pero completamente insuficiente para aprovechar todas las oportunidades que el mundo ofrece para elevar la calidad de vida de los ciudadanos.
Quizá la única buena noticia es que la reiteración —humanísima— de tan fascinante propensión al despilfarro, demuestra una vez más que la historia no ha llegado, ni de lejos, a su fin.
* Ex ministro de Hacienda.
