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Tenía ocho años cuando mi padre, un apasionado del buen cine y un admirador de Woody Allen, me llevó a ver Annie Hall. Sin duda, era demasiado pequeño para comprender el humor neurótico de Allen o la magistral actuación de Diane Keaton, quien ganó el Óscar a la mejor actriz por su interpretación. Sin embargo, con el tiempo he llegado a apreciar profundamente su arte. Hay algo en ella —esa combinación de torpeza encantadora, sinceridad desarmante y risa liberadora— que trasciende el cine. Keaton no se limitó a actuar: encarnó una manera de vivir. En sus personajes y en su propia existencia, el humor se convirtió en filosofía.
Diane Keaton nunca fue solo una actriz. También fue fotógrafa, escritora, diseñadora y amante de la arquitectura y el interiorismo. Poseía algo de esas artistas renacentistas que transformaban la curiosidad en una forma de existencia. En sus memorias —Then Again y Let’s Just Say It Wasn’t Pretty— se siente que su vida fue como una casa en construcción: a veces desordenada, pero siempre llena de luz. Además, fue un ícono de estilo, con su atracción por los trajes masculinos, los sombreros y los guantes, prendas que le han permitido expresar una identidad andrógina y juguetona. En cada detalle, había una declaración silenciosa: no había necesidad de parecerse a nadie para brillar. Pero su rasgo más entrañable fue el humor. En sus películas, en las entrevistas, en las alfombras rojas, Keaton siempre parecía reírse de la seriedad del mundo. Recuerdo una aparición suya en un programa de entrevistas donde se mofó de su edad y de los filtros de Instagram con una risa contagiosa. Esa risa no era solo alegría: era pura libertad. En su humor no hay ironía ni sarcasmo: hay ternura y aceptación. Se reía de sí misma con la sabiduría de quien ha comprendido que tomarse demasiado en serio es una forma elegante de padecer.
La risa de Keaton tenía un aire de resistencia espiritual. Como escribió Henri Bergson, reímos para corregir la rigidez de la vida. Y Keaton, con su humor suave y su brillante excentricidad, nos recuerda que la vida se vuelve insoportable cuando dejamos de jugar. También podría afirmarse que su risa encarna lo que Nietzsche describía como el espíritu dionisíaco: la capacidad de afirmar la vida en toda su imperfección. Su humor buscaba bailar con el dolor en lugar de negarlo. En esta época, a veces tan oscura, la filosofía de Diane Keaton resulta más necesaria que nunca. Nos enseña que el humor es una forma de inteligencia emocional, una manera de sostener la vida sin endurecerse. Su risa nos recuerda que la ligereza también es sabiduría. Quizás por eso, cada vez que la veo reír —esa risa amplia, algo torpe, sin temor al ridículo— pienso que ahí reside la clave: reírse es una forma de oración, de expresar gratitud. La carcajada de Diane Keaton simplemente celebra el milagro de seguir aquí, aprendiendo a vivir con gracia.
