“He estado muriendo por ti”, dice la nueva canción Dying de Omar Rudberg. La frase suena desgarradora, pero también familiar. Todos, en algún momento de la vida, hemos estado dispuestos a morir un poco —o mucho— con tal de no perder a alguien. Nos tragamos las palabras, escondemos las lágrimas, disfrazamos el dolor. Y en ese gesto silencioso, que parece amor, lo que realmente se juega es algo más profundo: la renuncia a uno mismo.
Complacer es, al principio, una forma de supervivencia. Lo aprendemos de niños: sonreír, aunque no queramos; decir que sí, aunque queramos gritar que no; mantener la calma cuando lo que necesitamos es llorar. Así conseguimos aceptación. Así nos sentimos seguros. Pero lo que nos sirvió en la infancia se convierte, en la adultez, en una prisión invisible. El precio de complacer es la erosión lenta de nuestra autenticidad. La canción lo expresa con crudeza: “Me tragué mis sentimientos, soy un naufragio en una botella”. Esa imagen contiene toda la paradoja. Para no incomodar, para mantener la ilusión del amor, tragamos lo que sentimos. Pero al hacerlo, nos hundimos en una botella cerrada, un espacio pequeño donde ya no hay aire ni horizonte. Y tarde o temprano, la botella se convierte en tumba.
El filósofo Kierkegaard escribió que la mayor desgracia de un ser humano no es morir, sino perderse a sí mismo sin darse cuenta. Eso es exactamente lo que ocurre cuando vivimos atrapados en la compulsión de agradar. Decimos “no estoy llorando”, aunque por dentro estemos hechos pedazos. Fingimos fortaleza, cuando lo único que necesitamos es mostrarnos vulnerables. Sartre lo explicó de otra forma: al vivir para “la mirada del otro”, dejamos de ser sujetos libres y nos convertimos en objetos. Somos, en esencia, personajes en la historia de alguien más. El precio de complacer nunca trae verdadero amor: solo dependencia, vacío y naufragio.
Lo más difícil de admitir es que este morir no es obra del otro: es elección nuestra. Cada vez que decimos sí cuando queríamos decir no, cada vez que ocultamos una lágrima para no incomodar, cada vez que nos tragamos un sentimiento, nos alejamos un poco más de la verdad de quienes somos. El desafío, entonces, es otro: tener el coraje de vivir desde la autenticidad, aun cuando eso implique decepcionar. Brené Brown lo llama el acto más radical de amor propio: poner límites, aunque eso signifique arriesgar la aceptación externa. Se trata de aprender a elegir con claridad a qué le damos nuestro “sí” y a qué le decimos sin culpa “no”.
Quizá esa sea la lección escondida en la voz doliente de Rudberg: el verdadero amor no exige nuestra muerte simbólica, sino nuestro florecimiento. Amar no es morir por el otro, sino vivir plenamente al lado del otro. Y si en el camino decepcionamos a alguien, que así sea. Mejor decepcionar a los demás que traicionarnos a nosotros mismos. Porque al final, complacer siempre mata. Pero la autenticidad, aunque duela, siempre da vida.