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Este domingo, Colombia hizo algo extraordinario. Desde la madrugada, en ciudades, pueblos y plazas, miles de personas salieron a las calles en silencio. Sin gritos, sin consignas partidistas. Solo cuerpos presentes. Caminaron juntos, paso a paso, en una coreografía espontánea pero firme. Lo hicieron no para pedir venganza, sino para algo mucho más difícil: sostener el dolor sin repetir la violencia.
La llamada Marcha del Silencio, convocada tras el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, no fue una reacción esperada: fue una ruptura. Un giro sutil pero poderoso en la manera en que un pueblo ha venido procesando décadas de heridas abiertas. Lo que se vivió no fue una protesta, fue un ritual colectivo. El silencio se volvió acto político. Una forma de decir sin palabras: basta de ruido que divide, basta de narrativas que deshumanizan. Fue, en el fondo, una invitación al país a imaginar otra forma de responder al horror. Porque el silencio no fue resignación, fue una afirmación.
Se necesita enorme coraje para no reaccionar con furia cuando el cuerpo tiembla de impotencia e indignación. Se necesita lucidez para no dejarse arrastrar por la lógica del enemigo. Lo que se vio en las calles de Bogotá, Medellín, Cali, y en todos los rincones del país fue una presencia callada, sí, pero tremendamente elocuente. Había allí una comunidad momentánea, unida no por una ideología ni por un enemigo común, sino por la decisión de no alimentar el ciclo de daño. Las personas caminaron juntas, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo dolor. No se trató de hablar, sino de estar. En un mundo saturado de opiniones, donde cada tragedia se convierte en carne de redes sociales, este silencio fue contracultural. Fue resistencia simbólica. Fue una pausa voluntaria al guion repetido del odio. Como escribió Nietzsche, hay dolores que no destruyen, sino que fecundan. El silencio que habitó las calles de Colombia no fue ausencia, sino el gesto creador de un pueblo que, al negarse a repetir la lógica del resentimiento, comenzó a dar forma a algo radicalmente nuevo.
Por ende, la lección es clara: Colombia —tan golpeada, tan compleja, tan viva— está ensayando otra gramática. En ese silencio no se pidió un castigo, se propuso una posibilidad: la de no reducir el dolor a eslogan ni permitir que lo sagrado del sufrimiento se convierta en excusa para más destrucción. Tal vez, con el tiempo, este domingo se recuerde no solo por lo que detonó la marcha, sino por lo que allí empezó a gestarse. No una solución inmediata, pero sí una señal de madurez espiritual y cívica. Una forma nueva de estar en la plaza, en el país, en el mundo.
