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La bala no fue el principio

Aldo Civico

10 de junio de 2025 - 12:07 a. m.
"Si queremos evitar nuevos atentados, no basta con condenar la violencia visible. Hay que ir más atrás. Más adentro. Hasta la raíz. Porque la bala no fue el principio. Fue la señal de que ya habíamos cruzado muchas líneas, sin darnos cuenta" - Aldo Civico
Foto: Gustavo Torrijos

El disparo que hirió a Miguel Uribe no fue el comienzo. Fue el desenlace. No fue un acto aislado, fue el resultado de algo que venía creciendo en silencio —y no tan en silencio— en las conversaciones, en las redes, en los discursos públicos, en los memes, en los adjetivos. La bala no apareció de la nada. Vino empujada por un lenguaje que durante años ha sembrado rabia, división y deshumanización. En Colombia ya deberíamos saberlo: la violencia no empieza con un arma. Empieza con una palabra.

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Todo acto violento, antes de hacerse físico, es simbólico. Antes de que alguien apriete un gatillo, hay una historia que lo justifica. Una narrativa que lo convence. Una serie de frases dichas con rabia o con cinismo. Un enemigo inventado, reducido, caricaturizado. Una identidad que se convierte en blanco. Nos acostumbramos a eso. A decir cosas como si no pasara nada. Como si las palabras no tuvieran consecuencias. Como si el lenguaje violento no fuera acción que deshumaniza. Y cuando ya no vemos al otro como humano, todo se vuelve posible.

Esa es la trampa del fanatismo. No es gritar, no es tener ideas radicales. Es algo más simple, más tóxico: la incapacidad de soportar la complejidad. “Cada fanático es, en el fondo, alguien que no soporta la complejidad de la vida humana”, resalta el escritor israelí Amos Oz. Por ende, el fanático desea que el mundo se divida en dos. Buenos y malos. Nosotros y ellos. Los que merecen vivir y los que no. Ese deseo es seductor. Da claridad. Da identidad. Pero también mata.

Lo vimos. Lo vivimos. ¿La solución? No es solo reforzar la seguridad de los políticos. No es solo investigar quién estuvo detrás. Eso es urgente, claro. Pero hay algo más profundo que tenemos que hacer como sociedad: revisar cómo hablamos. Cómo pensamos. Cómo tratamos a quien no piensa como nosotros. Porque la verdadera violencia está en la mente. Está en esa voz interna que dice “ese tipo no merece respeto”. En la imaginación que transforma al otro en un enemigo. En ese placer oculto que sentimos al ver al otro caer. En esa comodidad con la que compartimos algo hiriente sin detenernos a pensar.

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Liberarnos de eso es el verdadero trabajo. Y empieza con algo tan simple como hacerse una pregunta: ¿estoy viendo al otro como persona o como enemigo? No se trata de estar de acuerdo. No se trata de suavizar las diferencias. Se trata de no perder el alma mientras peleamos por nuestras ideas. Una democracia sin respeto no es democracia. Es guerra disfrazada. Y donde hay violencia no hay libertad.

Si queremos evitar nuevos atentados, no basta con condenar la violencia visible. Hay que ir más atrás. Más adentro. Hasta la raíz. Porque la bala no fue el principio. Fue la señal de que ya habíamos cruzado muchas líneas, sin darnos cuenta. Tal vez hoy sea el momento de volver. De hablar distinto. De pensar distinto. De recuperar la dignidad del otro —aunque no lo entendamos, aunque no estemos de acuerdo— solo porque es humano. Como tú. Como yo.

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