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La crisis de Occidente

Aldo Civico

01 de julio de 2025 - 12:05 a. m.
“Ese contraste —Dubái vibrante y joven, Barcelona silenciosa y envejecida— me acompañó durante todo el viaje”: Aldo Civico.
Foto: EFE - ALI HAIDER

Aterrizo en Dubái pasada la medianoche. A pesar de la hora, el aeropuerto parece un hormiguero: familias jóvenes con niños dormidos en brazos, adolescentes con auriculares, parejas recién llegadas de distintos rincones del mundo. En menos de cinco minutos he pasado migración gracias a un sistema biométrico tan ágil como silencioso. Sin filas, sin preguntas innecesarias. Todo fluye. Horas antes había estado en el aeropuerto de Barcelona. El contraste fue inmediato. Todo parecía más lento, más contenido. Predominaban parejas mayores, jubilados que viajaban con ofertas low cost. Jóvenes, casi ninguno. Las cifras lo explican: España tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo (1,4 hijos por mujer), y más del 20 % de su población supera los 65 años. No se trata de un detalle demográfico, sino de un síntoma profundo: hay una civilización que envejece sin renovarse, que mira hacia atrás más que hacia adelante.

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Ese contraste —Dubái vibrante y joven, Barcelona silenciosa y envejecida— me acompañó durante todo el viaje. Y me hizo reflexionar. No estamos ante simples diferencias culturales. Lo que vi, lo que sentí, son manifestaciones visibles de dos modos radicalmente distintos de habitar el presente y de imaginar el futuro. En Occidente, el miedo ha reemplazado a la imaginación. En lugar de abrirse al otro, se levanta la sospecha. En lugar de facilitar el movimiento, se endurecen las fronteras. El ejemplo más claro está en los aeropuertos: en Estados Unidos, los procesos migratorios son cada vez más burocráticos, lentos, saturados de desconfianza. Hay más preguntas que bienvenidas. Es una civilización que, como advirtió Nietzsche, vive atrapada en su “exceso de historia”: incapaz de soltar lo que fue, paralizada ante lo que podría ser.

En cambio, en la Península Arábiga —con todos sus desafíos— se está apostando por otra narrativa. En Arabia Saudita, por ejemplo, obtuve online una visa de seis meses con entradas múltiples en menos de 24 horas. El control migratorio fue rápido, fluido, eficiente. No fue solo una experiencia técnica, sino simbólica: una invitación a ser parte del futuro que están construyendo. La Visión 2030 del Reino no es simplemente un plan económico: es una declaración de apertura, de reinvención, de osadía. Georges Bataille decía que la energía social que no encuentra cauce se convierte en violencia. Y eso es lo que percibo en muchas democracias occidentales: una energía estancada que se transforma en polarización, cinismo, desgaste institucional. El alma colectiva se encoge, se protege, se repliega.

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Dubái, con su juventud vibrante y su infraestructura futurista, representa otra posibilidad. No se trata de idealizar, sino de aprender a leer las señales del presente. Y hoy, muchas de esas señales nos dicen que el mundo que se abre no está necesariamente donde solía estar el centro. Occidente aún tiene tiempo, pero no puede seguir esperando. Necesita recuperar su confianza en la vida, en el movimiento, en el otro. Necesita volver a creer que el futuro vale la pena ser imaginado. Porque cuando una civilización deja de soñar, empieza a morir. Y cuando otra se atreve a abrir las puertas, empieza a nacer.

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