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La mujer que no pidió permiso

Aldo Civico

25 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.
"La primera vez que escuché a Ornella Vanoni, sentí esa sacudida: una mezcla de humo, melancolía y verdad que no buscaba complacer": Aldo Civico.
Foto: EFE - ETTORE FERRARI

Hay artistas que se escuchan como abrir una ventana. No para dejar entrar la brisa, sino para permitir que el aire de otra vida irrumpa, cargado de historia vivida, noches insondables y emociones crudas. La primera vez que escuché a Ornella Vanoni, sentí esa sacudida: una mezcla de humo, melancolía y verdad que no buscaba complacer. Su voz parecía decir: esto soy, acéptalo o recházalo. La cantante murió en Milán por un paro cardíaco. Tenía 91 años.

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Vanoni nació en un Milán que emergía de la pesadilla fascista. Provenía de una familia burguesa que había proyectado para ella un matrimonio conveniente, un hogar ordenado y una vida sin sobresaltos. Pero eligió otro camino. Se unió al Piccolo Teatro de Strehler, donde descubrió que la verdadera libertad siempre viene acompañada de vértigo. Allí se formó como actriz, absorbiendo una intuición que marcaría su destino: vivir sin traicionarse tiene un costo, pero ese precio, una vez pagado, desata una fuerza que nadie puede quitarte. La música llegó casi por casualidad. Strehler le pidió que cantara algunas canciones populares de Milán. Italia se quedó atónita. Aquella voz, ronca e íntima, no se parecía a lo que se escuchaba en los festivales. No era virtuosa en el sentido académico; era auténtica, femenina en su rugosidad, sensual sin pedir permiso. Italia, un país profundamente patriarcal y católico, se encontró con algo extraordinario: una mujer que cantaba su deseo, su fragilidad y su libertad sin bajar la mirada.

Hoy día hablamos de “empoderamiento”, pero en los años sesenta esa palabra no existía. Lo que existía era la vida en su esencia. Y Vanoni la vivía sin someterse. Amó a quien quiso —incluido Gino Paoli—, cometió errores sin ocultarse, se reinventó cada vez que el alma lo requería. No interpretaba un personaje; encarnaba a una mujer que no negociaba su autenticidad. A esa autenticidad se sumó un gesto inesperado: cuando la canción L’Appuntamento renació en la voz de Marisa Monte, América Latina redescubrió a Vanoni sin saberlo. Muchos aquí conocieron la canción a través de la brasileña, sin imaginar que esa melodía —ese susurro que roza y hiere— provenía de una italiana que durante décadas había estado diciendo verdades incómodas desde un escenario.

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Mientras escribo desde Medellín, reflexiono sobre lo adelantada que estaba Vanoni para su tiempo. Y sobre cuánto todavía necesitamos su lección en América Latina. Aquí también juzgamos a las mujeres que viven “demasiado”, sienten “demasiado”, hablan “demasiado”. Aquí también exigimos que agraden antes de existir. Vanoni representa otra forma: la de quien se sienta en el centro de su propio fuego, sin miedo a iluminar ni a quemar. Su voz, ligeramente quebrada, recuerda que la libertad no es un grito, sino un tono sostenido. El tono preciso de quien se niega a traicionarse. Y esa es quizás la herencia más poderosa que Vanoni nos sigue ofreciendo: la certeza de que la autenticidad femenina no necesita permiso. Solo espacio, coraje y aire. El propio.

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