Vivimos en una época donde la soberanía se menciona en política y economía, pero rara vez se aborda en nuestra vida interior. En Colombia, entre la polarización y la violencia, se discuten reformas y seguridad, pero pocos recuerdan que la verdadera soberanía requiere una transformación ética y espiritual personal. El problema no radica solo en quién tiene el poder, sino en cómo deseamos vivir. ¿Qué significa ser libres en un país donde el miedo y la desconfianza son comunes?
Albert Camus lo comprendió claramente: con la rebelión surge la conciencia. Cuando un individuo se atreve a decir “no”, inaugura una nueva forma de ver el mundo y de verse a sí mismo. Ese “no” no es solo un rechazo; es una afirmación de dignidad, una revalorización de lo deseable frente a lo impuesto. A lo largo de la historia, cada vez que alguien ha tenido el valor de pronunciarlo frente a una injusticia ha surgido un destello de conciencia colectiva. Desde otra perspectiva, Jordan Peterson señala que cuando las personas despiertan a su propio potencial, incluido el de ser firmes y asumir riesgos, dejan de ser víctimas del miedo y comienzan a resistir la opresión. Él lo llama ocupar tu territorio: no se trata de conquistar a otros, sino de dejar de vivir en subordinación. En el contexto colombiano, donde muchos se sienten excluidos de la política o la voz pública, esta imagen resuena con fuerza: ocupar nuestro propio territorio es recuperar la dignidad de existir.
Sin embargo, ese despertar no puede limitarse a lo técnico ni al simple pragmatismo. Si la soberanía se reduce a eficacia o capacidad competitiva, se vacía de significado. Lo que hemos olvidado —y que necesitamos urgentemente recuperar— es el horizonte espiritual. Viktor Frankl lo expresó al sobrevivir a los campos de concentración: el ser humano resiste no solo por fuerza o adaptación, sino por el sentido que da a su vida. Cuando ese horizonte se pierde, la libertad se convierte en carga y la autonomía en prisión de ansiedad, violencia y agotamiento. La espiritualidad a la que me refiero no es un dogma, sino una dimensión transpersonal que nos conecta con los demás, la compasión y el misterio de lo que nos trasciende. Es la brújula que orienta nuestra autonomía hacia un florecimiento humano, no solo técnico o económico.
Quizás el gran desafío en Colombia no sea solo firmar acuerdos políticos o pactos económicos, sino atrevernos a establecer un contrato interno con nosotros mismos. En ese contrato, la rebeldía no sería un acto violento, sino un movimiento interior: negarse a vivir sin sentido, decir no a la uniformidad de la máquina para afirmar la autenticidad del alma. Tal vez ahí reside nuestra verdadera posibilidad: recordarnos que la soberanía auténtica no es dominio sobre los demás, sino la libertad de habitar con dignidad nuestro propio territorio interior y, desde allí, construir un país donde la libertad no sea un privilegio de unos pocos, sino un bien compartido que nos humanice a todos.