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Existe algo profundamente distorsionado cuando nuestra ideología nos permite solidarizarnos con las víctimas de un grupo, pero nos impide sentir el dolor de las víctimas de la otra orilla. Observar el mundo a través de un solo color no facilita la paz, sino que profundiza el cisma. Nos divorciamos de nuestra humanidad cada vez que enfrentamos un conflicto como si fuera un partido de fútbol, volviéndonos hinchas de una sola parte; perpetuamos en nuestra mentes los límites divisorios que profundizan un conflicto. De esta manera, en lugar de ser agentes de paz nos convertimos en activistas de guerra.
La hora oscura que están viviendo los pueblos israelí y palestino es un ejemplo. Es triste constatar la incapacidad emocional de políticos y estudiosos de izquierda para empatizar con las inocentes víctimas civiles israelíes que sufrieron la violencia atroz de Hamás. Decepciona verlos imposibilitados para condenar una violencia que nada tiene que ver con valores de resistencia y descolonización. Como escribió el periódico progresista Haaretz, “matar a golpes a un trabajador inmigrante filipino con una pala no es un acto de liberación; matar a tiros a una mujer beduina que huye con un hiyab no es resistencia; asesinar y profanar el cuerpo de un joven ciudadano alemán no tiene que ver con la liberación; masacrar a una familia israelí de seis miembros en su casa, abrir fuego contra jóvenes que bailan en el desierto… no es valentía”. Cometemos una injusticia con el propio pueblo palestino y su causa al identificarlos con la ideología y las acciones de Hamás, que desde el 2006 impone su orden en Gaza y no ha permitido elecciones democráticas en casi dos décadas.
De la misma manera, la solidaridad con Israel no puede pasar por alto las humillantes condiciones de vida de dos millones de palestinos en Gaza, ni subvalorar la grave crisis humanitaria que están experimentando en estas horas. La indignación por la violencia de Hamás tiene que estar acompañada por una crítica severa de las políticas de Israel, que se ha negado a ofrecer a los palestinos un Estado real, seguridad e igualdad de oportunidades económicas y políticas. No se puede desconocer que el presidente Netanyahu tiene su responsabilidad en lo que ha pasado.
Si empatizamos con ambos pueblos y su condición de vida, en lugar de racionalizar las posiciones de poder de gobiernos y grupos terroristas, deberíamos condenar la violencia de Hamás y, al mismo tiempo, solidarizarnos con el pueblo palestino, criticar al Gobierno de Israel y comprender el derecho a la seguridad del pueblo israelí. Deberíamos rechazar la violencia y solidarizarnos con las víctimas de ambas orillas, en nombre de la misma humanidad que compartimos. Abogar por la paz requiere la capacidad de contener a la vez en nuestro corazón el dolor, los derechos y las necesidades de ambos pueblos. No es fácil, pero es el trabajo necesario, si la paz es nuestro propósito. De lo contrario, solo vamos a alimentar las lógicas divisorias que alimentan la guerra.
