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Sin palabras

Aldo Civico

30 de agosto de 2022 - 12:30 a. m.

El sábado pasado, después de llegar por avioneta a Nuquí y viajar por lancha unos 40 minutos, cabalgando las olas esmeraldinas del Pacífico, llegué a la playa frente a La Kuka Hotel, unos chalets de madera oscura escondidos entre las palmas. Pude descansar un rato en mi cuarto, escuchando las olas que rítmicamente llegaban a la playa, mientras la humedad abrazaba mi cuerpo. En la tarde, en otra lancha, junto a unos alegres turistas alemanes, nos aventuramos para avistar ballenas.

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Al correr hacia una manada de estos gigantes cetáceos, la lancha desaceleró su paso. Me quedé atrapado frente a la elegancia del movimiento sinuoso, lento, majestuoso de las ballenas, que ahora podía admirar tan de cerca. Fue el sonido profundo, gutural de las ballenas lo que más me estremeció. Vibró fuerte en mis entrañas despertando algo ancestral, silvestre, prístino. Mis sentidos estaban totalmente despiertos. Tuve la sensación de cruzar una frontera, para entrar a un territorio que existe más allá del consciente y de lo racional, al cual ahora me invitaban las ballenas.

Me acordé de Jill Bolte Taylor, una neuroanatomista de la Universidad de Harvard, quien por un ictus cerebral perdió durante ocho años la facultad de hablar, experimentó lo que significa vivir libre del lenguaje. Se percibió como grande y expansiva, dijo en una charla. “Mi espíritu volaba libre como una gran ballena que se desliza por el mar de la euforia silenciosa”. Escuchando a las ballenas, recordé aquella metáfora y aún más aquella experiencia de una dimensión que existe más allá del lenguaje. Los pueblos originarios la llaman el Gran Silencio. Los budistas la identifican con el vacío. Las tradiciones judeocristianas, con “Yo soy”. Es la habilidad de simplemente ser, de sentir, libres finalmente de los condicionamientos del lenguaje, es decir, de las historias, las excusas, los juicios, las convenciones que contaminan nuestra capacidad de sentir, de vivir en el aquí y en el ahora. Es la experiencia que se hace cuando hay unidad de espíritu, mente y cuerpo.

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Pienso también en lo que dice la socióloga Martha Beck: “La ausencia de palabras nos permite ver nuestra verdadera esencia y sanarnos de la violencia de un sistema de pensamiento que nos separa, destruyendo nuestra compasión por nosotros mismos y por los demás”. De hecho, cuando suspendemos la obsesión excesiva con lo verbal, lo racional, lo lineal, dejamos de percibirnos en la distinción. Nos damos cuenta de que somos parte de un todo que nos incluye. La experiencia de interconexión es total.

Escribía Kapuscinski en su libro Viajes con Heródoto: “Me preguntaba qué experimenta uno cuando cruza la frontera. ¿Qué siente uno? ¿Qué piensa uno?”. Quizás hoy la posibilidad es precisamente esta: cruzar los límites del lenguaje para reconectarnos con lo que hay en nosotros de prístino, para volver a sentir y a intuir. Esto nos permitiría navegar de manera más ágil entre las olas de incertidumbre de nuestro presente. Otra vez la ballena emite su sonido profundo, saca la cola del agua y se sumerge en las profundidades.

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