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Hace unos meses, mientras observaba el Burj Khalifa desde mi hotel en Dubái, comprendí algo esencial: dedicamos gran parte de nuestra vida a lo que no importa. Gastamos energía, tiempo y recursos en construir torres —de éxito, reconocimiento, pertenencia— que creemos que nos darán calma, pero que al final solo nos alejan de nosotros mismos. Las torres, a lo largo de la historia, han simbolizado poder y prestigio. Cuanto más altas, mayor el estatus de quien las erige. Dubái, con su arquitectura deslumbrante, es la expresión moderna de esa antigua competencia humana: quién llega más alto, quién controla más. Y, sin embargo, bajo esa lógica se esconde una ilusión muy extendida: la de que nuestra paz interior depende del mundo exterior. Creemos que si acumulamos logros, amor o conocimiento, entonces seremos felices. Pero la verdad es otra: nada de eso garantiza plenitud.
Michael Singer, autor y empresario, dice: “El propósito de tu nacimiento es irte con menos de lo que trajiste”; una frase que escuché tiempo atrás y que en Dubái volvió a resonar con fuerza. Tal vez la vida no consiste en sumar, sino en restar. No en llenar, sino en vaciar. No en conquistar el mundo, sino en dejarlo ir. Recordé una mañana en Santa Marta. Caminaba solo por la playa mientras el sol emergía y el mar lavaba mis pies. Pensaba en mis pendientes, mis proyectos, mis preguntas. Pero el mar no pedía nada. Solo venía y se iba, una y otra vez. Entonces entendí: la vida, como el mar, nos ofrece ciclos de limpieza. Pero nosotros nos resistimos: nos aferramos a la arena, a lo que ya debería irse.
Singer lo expresa con claridad: no estamos aquí para alcanzar la perfección, sino para soltar lo que bloquea el flujo de nuestra energía. Los problemas, dice, no son castigos sino puertas: cada dolor revela un punto donde debemos liberar. “No hay castigos, solo escuela”. Y pienso en todas las veces que resistí esa lección, culpando al destino o a otros, sin entender que la vida solo me estaba señalando dónde aún me aferraba. Esa es la paradoja del crecimiento: buscamos sentirnos bien, pero lo que realmente necesitamos es dejar de resistir lo que duele. No se trata de manipular el mundo exterior, sino de abrir espacio dentro de nosotros. La práctica espiritual no acumula paz; disuelve conflicto. Y en ese proceso de vaciar, emerge algo nuevo: la compasión. Porque cuando has hecho tu trabajo interior, miras a los demás y comprendes su lucha. Dejas de juzgar y empiezas a amar.
Cada crisis, cada pérdida, cada fracaso es una invitación a soltar algo que no era mío. A veces me resisto, otras acepto. Y cada vez que suelto, me vuelvo más ligero. Hoy entiendo que vivir plenamente no es coleccionar experiencias, sino dejar que la vida nos vacíe de todo lo que no somos. Quizás el verdadero éxito sea eso: llegar al final con menos de lo que trajimos. Sin miedo, sin armadura, sin necesidad de tener razón. Solo agradecidos por haber aprendido —al fin— a vivir.
