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Fui a ver Sonido de libertad. Experimenté una variedad de emociones viscerales: rabia, indignación, odio. Me di cuenta de que en la medida en que me conectaba con la perversa realidad representada en la pantalla (la trata de niños) yo también me iba deshumanizando, deseando para los victimarios la misma violencia que perpetran en contra de los niños. ¿No era esto lo que esas pequeñas víctimas merecían, que alguien las vindicara? Algo perverso estaba pasando en mí: la compasión hacia estos niños promovía en mí deseos atroces hacia los adultos que reducían a menores a meros muñecos inflables. ¿Pero no es esta una contradicción de términos? ¿Cómo puede la empatía provocar el deseo de una violencia que solo la ausencia de empatía puede llevar a perpetrar? ¿Podemos practicar una empatía selectiva? Claro, es fácil (además que necesario) sentir empatía hacia unos niños que son víctimas de unos salvajes. ¿Pero podemos ignorar a los victimarios? ¿No hay riesgo de volvernos finalmente como ellos, seres incapaces de amor, compasión y empatía?
¿Podemos esperar una mejor sociedad si no nos atrevemos a ir más allá de una empatía selectiva? ¿Será que el desafío que nos toca es experimentar a qué posibilidades nos podemos abrir si practicamos una empatía universal, es decir, hacia todos sin discriminación, incluso hacia quienes nos generan repulsión, indignación, odio? Lo quiero decir con claridad. La empatía no lleva a la indulgencia y la impunidad. Todo lo contrario. La empatía tiene en sí misma un concepto de justicia, de responsabilidad y de reparación sobre el cual no podemos dudar. Al mismo tiempo, la empatía nos ayuda a comprender que la retribución no transforma la raíz de un fenómeno que es mucho más que la mera suma de una cadena de actos criminales.
La empatía nos permite reconocer que el otro, incluso cuando este otro es victimario, es un reflejo de nosotros mismos, sobre todo de nuestras sombras. Saliendo del cine me pregunté qué era esta rabia, repulsión e indignación que sentía dentro de mí. En la segunda parte de la película vemos al protagonista penetrar a solas una selva colombiana en búsqueda del jefe de un grupo armado que ha comprado a una niña para satisfacer sus fantasías. Aparentemente, deja atrás el mundo civilizado para llegar a las profundidades de una selva oscura e impenetrable. En realidad, la película parece sugerir que aquella selva no existe afuera de nosotros mismos sino en nuestro medio, como un principio constitutivo de nuestra realidad. Cómo escribe el filósofo Giorgio Agamben, “el estado de naturaleza no es una época cronológicamente real, anterior a la fundación de la ciudad, sino un principio interno a la ciudad”. ¿No será entonces que la rabia que sentí al ver la película es también una rabia hacia mi propia indiferencia, cada vez que niego mi propia esencia y por ende la del otro? ¿La brutalidad que observamos afuera de nosotros mismos no es en última instancia un reflejo de la brutalidad que alimentamos en nuestro interior?
