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“¿CUÁNTOS ECONOMISTAS, OÍ DE- cir varias veces esta semana, ganan un salario mínimo o una suma parecida?”.
Esta pregunta retórica ilustra una forma de descalificación común y corriente, previsible, de todos los días. “Los economistas hablan mucho de empleo pero jamás han creado un puesto de trabajo”, solía decir un ex ministro del gobierno anterior en respuesta a sus críticos. “Nunca han pagado una nómina en su vida”, dicen los empresarios con frecuencia. “No conocen el país, no se han untado de pueblo, no entienden las angustias de las regiones”, afirman los políticos de manera rutinaria.
Estos reclamos no sólo son dirigidos en contra de los economistas. Periodistas y comentaristas de otras profesiones reciben reproches similares. “¿Cómo puede alguien que nunca hizo política en Córdoba o en el Cesar hablar de paramilitarismo o de conexiones con los paramilitares?”, se dice con frecuencia. “Qué tan fácil es opinar desde la comodidad de las aulas o de los salones bogotanos, o pontificar desde la distancia, muy lejos de las regiones, de una realidad compleja y acuciante, incomprensible para quienes no la han experimentado de cerca”, se argumenta de manera reiterativa, insistente.
Los argumentos anteriores tienen una marca similar, parecen cortados con la misma tijera; todos invocan, a su favor, una suerte de empirismo vulgar, esto es, todos sugieren que la experiencia continua, sostenida, es una condición insustituible para entender la realidad. Así, sólo los empresarios entienden a ciencia cierta el funcionamiento de la economía, sólo los pobres conocen plenamente la realidad de la pobreza y sólo la práctica rutinaria (la etnografía obligatoria de la vida) nos capacita intelectual y moralmente para entender el mundo y juzgar a nuestros semejantes. Los otros, quienes opinan sin la experiencia requerida, son teóricos, distantes, desubicados o, en una palabra que las resume todas, académicos.
Esta forma de empirismo es muy popular. Tiene adeptos en la política, en los medios, en los negocios, incluso en el sector de la educación: “El conocimiento se tiene que pragmatizar”, dijo hace unos meses Darío Montoya, el anterior director del Sena. Pero el empirismo vulgar es al mismo tiempo demagógico. Incluso peligroso. El contacto permanente con la realidad no siempre abre la mente; por el contrario, la cierra muchas veces. Y poco o nada enseña sobre las causas y los efectos de muchos fenómenos económicos o sobre los determinantes de los problemas más urgentes o sobre la mejor forma de resolverlos. “Pagar la nómina” en nada instruye sobre el comportamiento del mercado de trabajo. Muy poco aprenderían los economistas sobre su disciplina si alguien decidiera, por razones perversas o caprichosas, restringir su remuneración a un salario mínimo.
Los argumentos de muchos economistas y analistas son cuestionables. Pero los críticos deberían refinar sus cuestionamientos. El empirismo vulgar, descrito con anterioridad, es una forma de evadir el debate, de sustituirlo por una descalificación facilista, sin sentido. Es como si yo argumentara, así no más, que los comentaristas de siempre poco o nada tienen que decir sobre este u otros escritos pues no entienden las angustias de quienes debemos escribir una columna cada semana, pase lo que pase.
agaviria.blogspot.com
