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Extravíos del poder

Alejandro Gaviria

23 de junio de 2012 - 08:00 p. m.

En sus memorias, uno de los testimonios políticos más interesantes de la historia contemporánea de Estados Unidos, Robert S. McNamara, exsecretario de Defensa y expresidente del Banco Mundial, cuenta la conversación que mantuvo con el presidente John F. Kennedy en 1961: “En los inicios del gobierno —recuerda McNamara— tuve la oportunidad de discutir los retos de la presidencia con Mr. Kennedy.

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En la discusión dibujé una gráfica. El ‘poder’ era medido en el eje vertical; el ‘tiempo’, en el eje horizontal. ‘Señor Presidente —le dije—, usted llega a la oficina con una gran cantidad de poder. Espero que se vaya con ninguno, habiéndoselo gastado en lo que considere más pertinente para la Nación’. Kennedy —cuenta McNamara— estuvo completamente de acuerdo. Pensaba de esa manera y creo que habría actuado de esa manera... Era un hombre que veía el mundo como la historia, con una gran visión de largo plazo”.

Muchos gobernantes llegan al poder con propósitos similares, con una visión instrumental del poder, con la intención de usar su capital político en proyectos o iniciativas de largo plazo. Pero casi todos terminan haciendo lo contrario, acumulando poder como un fin en sí mismo. En su predicción, McNamara olvida que el poder cambia profundamente a quienes lo detentan, que, con el paso del tiempo, los presidentes suelen invertir sus prioridades.

Hace ya varias décadas, el psicólogo estadounidense David Kipnis describió de manera minuciosa los efectos del poder sobre gerentes y mandos medios en las empresas privadas de su país. Sin quererlo, Kipnis escribió un pequeño tratado de filosofía política o al menos una advertencia necesaria sobre los extravíos del poder (The Powerholders es el título del libro). El que tiene poder, encontró Kipnis, se forma una visión idealizada de sí mismo: la retroalimentación negativa de los subordinados desaparece y los halagos se vuelven permanentes. Con el tiempo dedica mucho tiempo y esfuerzo en lograr más poder y tiende a usar el que tiene a su disposición en su propio beneficio. Además, la preocupación preponderante con ganar mayor influencia y control suele confundir sus juicios y apreciaciones. En fin, el poder corrompe.

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No sé cuál habrá sido la intención inicial de la reforma a la justicia. Probablemente tuvo, en su origen, objetivos loables, pero, como bien lo predice Kipnis, terminó convertida en una estrategia de acumulación de poder, en una transacción política en la que el Ejecutivo ofrecía cierta impunidad y varias prebendas a los otros poderes públicos a cambio de mayor autonomía y menor oposición. Probablemente los congresistas se tomaron más de lo ofrecido y los magistrados no quedaron satisfechos con lo ofertado. Pero la reforma parece una iniciativa no para gastar buenamente el poder presidencial, sino para acrecentarlo.

La Constitución de 1991 está inspirada, parcialmente al menos, en un conveniente escepticismo sobre el poder, en la idea del poder fragmentado. Pero los poderes independientes siempre son vulnerables al poder presidencial. No sólo a la intimidación, sino también a la cooptación. Como bien predijo Kipnis, y como nunca sospechó McNamara, casi todos los presidentes comienzan acumulando poder para gobernar y terminan gobernando para acumular poder.

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