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Ali

Alejandro Marín

04 de junio de 2016 - 07:46 a. m.

No tengo muy claro desde cuándo sé de la existencia de Muhammad Ali. Sé que mi padre me habló de él, hace mucho tiempo, y que me dijo, en algún momento de la infancia, que su nombre de esclavo era Cassius Clay.

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Tendría cinco años. Luego lo vi, en vídeos, primero gritando, luego como musulmán, luego como remiso. Todas las cosas que le pasan a uno en la vida le pasaron a Ali en cinco, seis años.

Pero me tocó de niño. Sentí su presencia en mi vida muy pelaíto, y luego, al llegar a Estados Unidos, vi a George Foreman haciéndose la plata que él no se pudo hacer, en comerciales de parrillas de barbecue... así Ali lo hubiera noqueado.

O de pronto no. No sé de boxeo.

Pero luego fui a las bibliotecas del condado de Dade. Y al primero que busqué fue a Muhammad Ali. Y empezaron a pasar las fichas, los recortes, las fotos con los Beatles, la foto de Esquire, y en todas partes, en cada foto, en cada imagen, en cada momento que recuperé de la historia, solo vi una cosa. Una vaina que no se me olvida, una situación, un órgano, una razón de ser.

Le vi la boca.

Se la ví y se la leí, de pequeño y de adolescente, empecé a recoger todo lo que alrededor de su boca se tejía; su valentía, su arrogancia, su religión, su negación de la misma. La velocidad de sus pies, conectada a la de los raperos como Rakim, como Trech, como QTip.

"¡¡Soy lindo, soy rápido, soy furioso, y nadie me puede detener!!", le gritaba a Howard Cosell de la CBS, y las palabras resonaron por décadas... hasta que me tocaron a mi.

De todos los afroamericanos, Muhammad Ali, boxeador, musulmán, activista, filántropo, Ali era el ego hecho hombre. Noqueando a los Beatles. Cruzado por flechas en la portada de Esquire. Firme ejemplo en Africa. Flotando como una mariposa, picando como una abeja.

Era un bocón. En una era en la que la boca se pagaba con la vida. Martin Luther King pagó con ella. Malcolm X pagó con ella. Pero Ali abría la boca... y el mundo temblaba. Sus contrincantes sufrían. Joe Frazier. George Foreman. Zaire. Lo recuerdo todo.

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Recuerdo su cara, en los 60, delante de las cámaras, neurótico, enfurecido, rudo, africano, emputado. Y recuerdo su elocuencia. Su africanismo gringo, su hilaridad, su hipérbole lingüística, la manera como empoderó al atleta, al gangster, al erudito.

Esa fuerza imparable, esa velocidad en los pies, esa grandeza física, esa grandeza humana. Lo recuerdo todo el tiempo. Nunca lo vi pelear en tiempo real. Solo ví los vídeos luego en ESPN. Supe que había estado allí, en la pelea de los derechos civiles.

Peleando de verdad. Heredero de Sonny Liston, quien estuvo en la portada de Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band. Al lado de intelectuales, Liston adornaba la portada del disco más influyente de todos los tiempos. No solo la adornaba: determinaba el destino de la raza negra en Norteamérica. A los puños te tocaba la ciudadanía, porque no la habías pedido. Te habían traído en cadenas. Los Beatles lo entendieron.

Alí los noqueó. Hay una foto que lo demuestra.

"¡Soy grande, soy rápido, soy hermoso, y nadie me puede tumbar!".

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No ha existido en la faz de la tierra un boxeador como Muhammad Ali. Pero por encima de eso, no ha existido un luchador como él. Con los músculos para ganar y con la boca tan grande para hacernos creer a los pequeños que cerrar la boca es mucho más peligroso que empuñar las manos, porque de la boca sale siempre la libertad, el deseo, la ira y la verdad. La verdad del pueblo, el pueblo por el que se pelea, hasta la muerte, hasta el Parkinson, soportando los golpes físicos del circo romano, pero jamás, jamás, jamás cerrando la boca.

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Así fuera el azote del culo, de niño aprendí a abrir la boca, y a recibir el golpe, por culpa de Muhammad Ali. Y hoy que se muere, tengo la boca más abierta que nunca.

Ali. Bumaye.
 

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