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Dejar ir

Alejandro Marín

21 de mayo de 2016 - 12:24 p. m.

Hay que dejar ir a la gente a la que uno más ama, porque nunca son de uno, para arrancar, sino que se vuelven un cómodo espejo de nuestros narcisismos.

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Son como lagos enormes donde posan nuestro cuerpo y nuestra alma; lagos cristalinos e intocables, cuyas ondas no se expanden, donde rara vez vemos más allá de nuestro ego. Cuando uno suelta, el espejo se quiebra, y a borbotones salta la sangre violenta de nuestras heridas; de repente estamos llenos de ellas, harakiris silenciosos de placer, de sexo, de envidia, ira y odio. Todo muy humano, todo muy dañino, todo muy bello ante el reflejo del espejo.

Y cuando se van, y el cuerpo parece dejar de respirar, y se pone azul y frío, cuando todo termina, brota el amor en otras almas, incluso en la que era de uno... siempre y cuando no exista cerca una Melisandra que limpie, con resentimiento y odio, bajo el hechizo maligno de la resurreción imposible, las heridas que, por más que se maquillen, todos sabemos -espectadores y víctimas- que carecen de sanación si no se dejan quietas, si no se acepta rotundamente que nuestros grandes dolores, nuestras más grandes ausencias, nuestros padecimientos, nuestras "pasiones", hacen parte ineluctable de la vida, como lo hace también el verdadero amor: el amor de amigos, el amor de amantes, el amor de padre o madre, el amor de hermanos, el amor que no conoce jaulas, que no entiende de fronteras, y que jamás acepta reposar sobre los lagos desolados y muertos de nuestro frágil egoísmo. 

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