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Acuerdo de paz con los militares

Alejandro Reyes Posada

30 de agosto de 2014 - 09:00 p. m.

Pocas guerras prolongadas tienen un registro de los hechos tan completo, y a la vez pocas son tan difíciles de descifrar, como la colombiana.

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Las bases de datos sobre violaciones a los derechos humanos son masivas en información sobre victimarios y víctimas. Hay muchos estudios locales y regionales con narrativas sobre la violencia del conflicto armado. Están ampliamente documentados los abusos de las guerrillas contra la población, incluyendo la aberración del secuestro. Están demostradas las relaciones de cooperación entre estructuras de mando de las Fuerzas Militares y las autodefensas, igual que los crímenes de estas últimas, y desde hace tiempo ha habido un conflicto sordo entre altos oficiales partidarios de combinar las formas de lucha y oficiales que se niegan a usar métodos ilegales, conflicto modulado por la promoción, el traslado o el retiro, según los mandos de turno.

Así como hay un conflicto armado, hay un meta-conflicto por la interpretación del conflicto, que se libra entre movimientos políticos, defensores de derechos humanos y centros académicos y periodísticos, con incidencia profunda en el mismo conflicto armado, pues identifica a los enemigos y justifica el trato que se les da en la práctica, y sus oscilaciones abren o cierran puertas de salida. Las Fuerzas Militares hacen su propia lectura del conflicto y cuando es opuesta a la de los gobiernos, propician rupturas internas que neutralizan los intentos de solución política de la guerra.

Los dos grandes procesos de paz anteriores, el de Belisario Betancur entre 1982 y 1985, y el de Andrés Pastrana entre 1998 y 2001, no contaron con la aceptación de los militares, y voceros suyos como los generales Landazábal y Bedoya, hicieron explícitas sus reservas a la paz negociada, que según ellos, daba ventajas indebidas a las guerrillas con la tregua y el despeje, respectivamente. Esas oposiciones se articularon con las resistencias de grandes sectores de élites regionales, tradicionales y emergentes, y dieron origen a la primera y la segunda generación de grupos paramilitares en 1982 y 1997.

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En este proceso de paz la situación es diferente. Hay conversaciones de paz en medio del conflicto, sin cesación del fuego cruzado y sin ventajas militares para las guerrillas. Más aún, el Gobierno les da oportunidad a las Fuerzas Militares de lograr victorias en el campo de batalla y por tanto de seguir aportando al debilitamiento estratégico de las guerrillas, luego de los ocho años de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe. Dos generales retirados son negociadores de paz y cuentan con la asesoría de una comisión de coroneles expertos en inteligencia, presidida por un general activo, para acordar el cese al fuego bilateral, la desmovilización y la entrega de armas.

Implícitamente, el proceso de paz es también un tratado con las Fuerzas Armadas, que han hecho y padecido la guerra, y que tienen intereses legítimos en su desenlace final, que debe ajustar cuentas con las responsabilidades de todas las partes envueltas en el conflicto armado. El lado oscuro de sus actos, como los falsos positivos y los asesinatos políticos de opositores sociales, apenas está empezando a ser investigado por la justicia y forma parte de lo que nunca puede volver a suceder. Aplicar la justicia transicional es parte de la solución en cuanto a las penas, pero la revelación de la verdad sobre los mandos responsables es parte de la sanación de la sociedad y sus nombres deben volverse ejemplos de lo que los nuevos oficiales no pueden imitar.

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*Alejandro Reyes Posada

 

 

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