La película colombiana Carropasajero, que se estrena el 20 de febrero en la Cinemateca Distrital, es una obra de arte sutil y profunda que recuerda el ambiente de Comala de Juan Rulfo, porque evoca a los espíritus de los muertos de Bahía Portete en 2004 sin ninguna escena que los muestre, sólo en las conversaciones que los vivos tienen con ellos y los mensajes que les envían desde el más allá. Y esta es la verdad más honda que revela la película: que la muerte no rompe la unión eterna de las familias y amigos a uno y otro lado de la línea que los separa, que se vuelve a unir al final. Y también la verdad más dolorosa: que cada muerte abre una profunda herida en la comunidad que sobrevive, en este caso los wayuu de la Guajira, que jamás se cierra del todo. Todo esto revelado por los diálogos, las manos y rostros de las matronas, tallados en la dureza y dignidad que nos muestra el equipo de realizadores, que han refinado su arte al nivel de la poesía más elevada del cine.
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El equipo de los directores Casar Alejandro Jaimes y Juan Pablo Polanco, con la investigación de la antropóloga Canela Reyes, se sumergen en la memoria de la masacre que los paramilitares realizaron en Bahía Portete, en La Guajira, siguiendo el viaje de retorno de Josefa Fincé Epinayú y su familia, exilados en Venezuela, para volver a su tierra y recuperar la cercanía con sus muertos. Los realizadores acompañaron a la familia durante seis años en sus duelos y sus evocaciones de las almas para preparar el regreso y la narración de sus recuerdos. Por eso resulta una memoria tan íntima y auténtica, relatada en las conversaciones durante el viaje por el desierto, en una vieja camioneta acondicionada para el transporte de pasajeros, bautizada Carropasajero.
Apenas ahora se comienza a revelar, con películas como esta, la magnitud del drama de la violencia, que surge imparable cuando el Estado cede el control del territorio y se instala el dominio de los grupos de asesinos que destruyen el tejido social de las comunidades rurales y urbanas, como estamos viendo en La Escombrera de Medellín, donde el gobierno de la seguridad democrática se alió con los paramilitares para limpiar con terror la Comuna 13 de la ciudad.
Pero la película también muestra que los muertos no desaparecen de la memoria de los que sobreviven, que las mujeres llevan el peso de la vida que sigue y que la resistencia de sus luchas por el retorno y la reconstrucción de sus territorios asegura el futuro de sus niños y sus descendientes. Ellas son las heroínas auténticas que sostienen la continuación de la vida a pesar de todos los atentados contra un pueblo indefenso y abandonado por sus dirigentes.
El nuevo cine colombiano está la altura de este desafío por su calidad narrativa, su dominio técnico y su altura moral, porque se acerca con respeto a la memoria de las víctimas, como ocurrió con La Bonga, que mostró el esfuerzo por reconstruir ese corregimiento de Palenque que fue desplazado por los paramilitares en 2002, que ganó once premios en festivales de cine internacionales, incluyendo el de mejor película documental en el festival de Nueva York en 2024.