Gustavo Petro siempre ha sido un opositor del establecimiento, ese pacto que une a los contrarios en torno de los intereses profundos de la élite política y económica, cuya dominación ha sido retada por los poderes emergentes del narcotráfico y el crimen organizado. Ahora hay un opositor de izquierda gobernando contra el establecimiento, gracias a la democracia.
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Esa élite tradicional ha logrado una modernización lenta y sostenida de las condiciones de vida, con progresos graduales en la inclusión del pueblo a la educación y la salud en las ciudades, mientras cedió el control de la periferia a las guerrillas y a las bandas del crimen organizado. Esa élite tiene una clase empresarial dinámica, junto a sectores rentistas del poder, la tierra y los privilegios heredados, que han capturado el aparato de Estado para asegurar sus beneficios.
Como en toda modernización incompleta, los grupos excluidos urbanos han acumulado frustración y rabia, que se expresaron en el estallido social de 2021 que impulsó a Petro a la Presidencia como el vocero de la rebeldía contra la inequidad estatal. Alejandro Gaviria apoyó a Petro con el argumento de que era el único que podría canalizar ese descontento para evitar que explotara el volcán social.
Ahora se acusa a Petro de no saber gobernar ese Estado y la acusación es cierta, porque Petro no lo está gobernando sino destruyendo, para su reconstrucción posterior, en la lógica de la destrucción creativa. Eso explica que escogiera incompetentes para dirigir muchas entidades –pues él no estaba interesado en preparar equipos de gobierno–, la barrida de la tecnocracia en las entidades oficiales –que deterioró su capacidad operativa de ejecución–, la destrucción de la salud y las pensiones como negocio, el desmantelamiento del sector energético que calienta el planeta, la hostilidad contra el empresariado –que pone sus intereses por encima de la clase trabajadora– y hasta el desmantelamiento de la capacidad represiva de la fuerza pública contra la protesta del pueblo, para facilitar la movilización, y aún contra las bandas criminales, para ambientar la paz total.
La narrativa de Petro es que quiere cambios a favor del pueblo y contra las oligarquías feudales que se le oponen por egoísmo y rapacidad, y esa narrativa le permite mantener ese tercio de electores fieles a su causa –a quienes no les importa que el gobierno sea un desastre–, porque piensan que es el gobierno de los ricos que Petro quiere desmantelar para poder cambiar. Esa narrativa explica la insistencia de Petro en polemizar contra los poderes de la clase dominante, incluso las cortes y la prensa, agudizando las fracturas sociales.
Y la constante invocación al poder del pueblo en respaldo de sus reformas –cuya promesa de bienestar y prosperidad cuelga como premio en el futuro si le renuevan el mandato a su proyecto político en las próximas elecciones– es el esfuerzo de Petro para construir el poder popular que le permitirá a su movimiento completar la segunda parte de su proyecto, que es la redención del pueblo, la salvación climática del planeta y la expansión de la vida en el universo.
Mientras tanto, no tenemos avances sino la primera parte del programa, que es la destrucción progresiva del Estado oligárquico y la economía capitalista, el deterioro de la seguridad y el crecimiento del control territorial de los criminales. Lo opuesto al consejo de Antanas Mockus y Sergio Fajardo de construir sobre lo construido. Petro lo invirtió: destruir para construir el cambio prometido.