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El poder es uno de los hechos más elusivos e impredecibles en una sociedad. Su estudio, muy antiguo, se ha cristalizado como el objeto de la ciencia política, que le busca leyes y regularidades para poder anticipar sus consecuencias, casi siempre sin éxito, pues cada acto de poder condensa el universo de fuerzas y circunstancias en las que surge. Una larga tradición de pensamiento lo identifica con la violencia, pues también ella logra el mismo resultado, la obediencia y el acatamiento a los mandatos del poderoso. La violencia, en efecto, puede destruir el poder, pero no lo reemplaza ni lo genera, pues es lo opuesto al poder, como enseñó Hannah Arendt.
Una sociedad dominada por los violentos está vacía de poder, que finalmente es la capacidad de la sociedad para actuar sobre sí misma, resolver sus conflictos y encauzar la acción colectiva hacia objetivos concertados. En la democracia, el poder resulta de una continua relación entre gobernantes y gobernados, los primeros proponiendo y los segundos reaccionando a favor o en contra de las propuestas y decisiones. Existen clases, minorías, estamentos y hasta clanes familiares poderosos al lado de mayorías excluidas e invisibles, que forman la materia oscura del universo político, pero de las cuales depende finalmente la gravitación del poder.
El presidente Duque es el jefe de un Estado que no tiene la capacidad para controlar todo el territorio, con grandes debilidades institucionales por haber sido cooptado por el clientelismo y la corrupción política, donde los más ricos no contribuyen en proporción a su riqueza y en cambio capturan las rentas de la propiedad y el monopolio empresarial, y donde la legalidad compite en desventaja con el crimen organizado para proveer ingresos a la población. Es un Estado en construcción, que ha sufrido el asedio de las guerrillas y el intento de cooptación y refundación de los narcos y paramilitares, aliados de las fuerzas más conservadoras, defensoras de un orden social en mora de transformarse para dar cabida a las mayorías.
La protesta social es la incubadora de construcción de Estado de abajo hacia arriba y los líderes sociales son los mejores ciudadanos de cada comunidad, orientados al servicio de los demás, que condensan la información y los sueños de sus vecinos para crear instituciones legítimas e inclusivas. Por eso la intimidación y eliminación de líderes sociales son los indicadores más claros de la vigencia de los poderes de facto que reemplazan la legalidad y el Estado, y la impotencia del Gobierno para protegerlos revela la fragilidad del poder estatal.
Para asumir el poder de verdad, más allá de los primeros escarceos retóricos de lograr un gran acuerdo nacional sin propósitos definidos, el presidente Duque tendrá que moverse en el horizonte de los conflictos reales de poder, que definirán si se afianza esa coalición entre mafias y sectores rentistas de las élites o si se abre paso a la construcción democrática y participativa de un verdadero Estado social de derecho, como dicta la Constitución. Como bien dijo Dani Rodrik, la democracia es una meta-institución para generar instituciones, y el presidente Duque haría un buen trabajo si logra responder a la presión popular con más y mejor Estado, construido de abajo hacia arriba entre todos, y lo libera de los intereses privados que lo han cooptado a su favor.
