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Colombia está muy lejos todavía de poder construir una narrativa compartida sobre el conflicto armado, que ni siquiera se puede iniciar mientras las guerrillas y las bandas criminales tengan las armas en la mano.
Con la desmovilización paramilitar se creó una comisión de reparación y reconciliación que incluyó ejercicios de memoria histórica, los cuales, sumados a las versiones de los jefes ante la Fiscalía de Justicia y Paz, aportaron un caudal importante de información y análisis del conflicto. Esa comisión también entró en contacto con el universo de las víctimas y como resultado aportó elementos de juicio para la posterior Ley de Víctimas y Restitución de Tierras de 2011, que reconoció a las víctimas de todos los participantes en la guerra interna.
La originalidad colombiana ha sido la mezcla mal calibrada de los procesos de paz y de justicia y pretender procesar a los victimarios como se procesa a los delincuentes en tiempos de normalidad, lo que desborda con mucho la capacidad de fiscales y jueces frente a la cantidad masiva de casos y reclamaciones. La Ley de Justicia y Paz logró condenar a tres o cuatro comandantes y ya abre las puertas de la cárcel, por pena cumplida, al resto de quienes se postularon, sin haberlos podido juzgar.
En la discusión con las Farc sobre víctimas existe el riesgo de perder el foco del problema, que es el reconocimiento de que los crímenes de las guerrillas contra sus víctimas no pueden justificarse con argumentos políticos de corte revolucionario y mucho menos como respuesta a los cometidos contra las mismas guerrillas en medio del conflicto. La separación entre política y armas es el fondo del acuerdo de paz, para que en adelante ningún grupo armado sienta legitimados sus crímenes.
Las Farc deben responder por sus víctimas, como hicieron los comandantes paramilitares, pedirles perdón y repararlas, pero por encima de todo eso deben aceptar que ningún ideal político autoriza a usar violencia contra la población no combatiente. La entrega de las armas simboliza esa línea divisoria sin regreso que garantiza a la sociedad que ha desaparecido la amenaza de muerte disfrazada de ideales. Siguiendo a Gómez Dávila, los revolucionarios “matan primero por amor, para sanar a la humanidad, y después matan por rencor, porque la humanidad resulta insanable”.
Esos crímenes ocurrieron en el contexto de la violencia organizada, cuyos resortes de acción eran activados por la cadena de mando, semejante a la de las fuerzas armadas del Estado, y por tanto deben recibir un tratamiento diferenciado con respecto del que se aplica al criminal común, movido por el lucro. Por su carácter masivo y sistemático, es imposible individualizar al responsable de cada crimen y juzgarlo con las reglas del debido proceso, y mucho menos si la tarea corresponde a un congestionado e ineficiente sistema de justicia realmente existente.
La forma especial de justicia y las penas alternativas que se impongan para hacer posible la transición del conflicto armado a la paz han sido llamadas justicia transicional, que relativiza las enemistades y hace posible la reconciliación, bajo la promesa de no hacer política con violencia en el futuro. No corresponde a las víctimas negociar con sus victimarios esa justicia ni condicionar la paz a la satisfacción de su sed de justicia, pues la paz es la decisión política compartida de no justificar con razones políticas la violencia generadora de nuevas víctimas. El castigo para las Farc es hacer público ese reconocimiento y prometer a sus víctimas que no se repetirá en el futuro.
* Alejandro Reyes Posada
