En 1968, el obispo de Mitú, Belarmino Correa, denunció en la prensa nacional que en el Vaupés había compra y venta de indígenas para los trabajos del caucho. Como en ese momento yo era coordinador de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, viajé en misión oficial para investigar la situación y recorrí durante un mes todos los lugares poblados, en compañía del filósofo Fernando Urbina y de mi compañero de facultad Ramiro Lucio.
En Vaupés había unos 15.000 indígenas, pertenecientes a 57 etnias, y los caucheros, unos 300 hombres que habían quedado como empresarios luego de la fiebre del caucho durante la Segunda Guerra Mundial, usaban el sistema del endeude para asegurar la disponibilidad de recolectores. Como el problema era asegurar la sujeción de los trabajadores, había un pacto entre los caucheros y las autoridades locales, también caucheros, para capturar al indígena que se fugara de una plantación y devolverlo a su dueño.
Los maltratos que sufrían los indígenas eran insoportables. Eran frecuentes los planazos, asesinatos y torturas. Usaban el cepo como castigo contra quienes intentaban la fuga y eran capturados. Permanecían días y noches con la cabeza y las manos atrapados entre los agujeros de dos gruesos maderos que les impedían moverse, expuestos a la intemperie y los insectos.
Existía también el mercado de compra y venta de indígenas que había originado la denuncia del obispo. Cada indígena costaba el valor de su deuda con el cauchero, que crecía cada año. Al ser vendido, el indígena tenía que desplazarse a la nueva cauchería y comenzar de nuevo su sometimiento a un nuevo amo. Todas las autoridades tenían negocios de caucho y el comandante de la policía, que también era cauchero, era el encargado de devolver a su dueño los indígenas fugados que regresaban a su aldea.
La Caja Agraria era la entidad que financiaba el sistema. Al comienzo de año entregaba créditos a los caucheros para comprar mercancías con las cuales endeudar a los indígenas. Luego compraba localmente el caucho extraído y lo enviaba a las fábricas que lo consumían. Toda la urdimbre de normas legales que permitían operar el sistema por la Caja Agraria había sido tejida cuidadosamente en el Congreso por Hernando Durán Dussán, el político liberal que recogía en cada elección el caudal de votos administrado por los caucheros. Con ello, decía el político, aseguraba la presencia de la civilización en el mundo salvaje de la frontera y de paso su perpetua reelección.
El informe sobre la situación de los indígenas impresionó al ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega. De inmediato citó una reunión para decidir el curso de acción del gobierno. Yo describí lo que había visto y la decisión unánime fue terminar con la explotación de los indígenas y suprimir todo el cupo de crédito que la Caja Agraria concedía para la extracción de caucho en la selva amazónica, con el argumento contundente de que el gobierno no podía financiar la esclavitud.
El impacto regional fue inmediato, porque a los pocos días se iniciaba la aprobación de los créditos para comprar las mercancías del endeude. Los caucheros quedaron sin dinero y las caucherías quebraron. Los indígenas fueron liberados y regresaron a sus caseríos. Así el gobierno de Carlos Lleras Restrepo cerró en 1969 el ciclo de la esclavitud indígena que describió José Eustasio Rivera en La Vorágine en 1924 y que hicieron famosos a los hermanos Arana del Perú por el genocidio de Huitotos en el Putumayo. Las injusticias sociales históricas sí pueden ser corregidas con voluntad política y decisiones acertadas de gobierno.