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La discusión sobre las previsiones que se deben tomar para enfrentar la escasez de agua que traerá El Niño a fines de este año y comienzos del próximo ha olvidado el recurso más importante, que es el almacenaje de agua en los suelos orgánicos. En efecto, se ha establecido a nivel mundial que un centímetro adicional de suelo orgánico vivo, repleto de microorganismos, es capaz de retener 133.000 litros de agua por hectárea al año, que de otra forma iría a la evaporación y la escorrentía, causando erosión y deslizamientos.
El indicador más importante al que se hace seguimiento en tiempos de sequía, como el que se avecina, es el nivel de agua de los embalses que se usan para generación hidroeléctrica, que aportan el 70 % de los 220 gigavatios hora/día de energía que consume el país, y que están en 80 % de su capacidad en promedio. El uso de esa agua debe regularse por los generadores para atender los compromisos adquiridos de suministro de energía, para que no tengan que acudir al mercado de las plantas térmicas, mucho más costosas que las hidroeléctricas, pues dependen de la compra de combustibles como el gas, el diésel y el carbón, con precios internacionales altos por las dos guerras activas que hay en el mundo.
El mayor impacto esperado de El Niño es la disminución de la producción agrícola de alimentos y esa depende íntegramente de la retención de agua en los suelos orgánicos, para compensar la disminución de las lluvias. Sucede, sin embargo, que la agricultura convencional de arado y agroquímicos va en contra del almacenaje de agua en los suelos y contribuye a agravar el problema de El Niño. Esa agricultura, basada en la remoción de la capa orgánica y la calcinación de microorganismos por los rayos solares, sumada a la guerra química de los pesticidas contra lombrices, insectos, hongos, bacterias y microorganismos que liberan los nutrientes químicos para hacerlos accesibles a las plantas de cosecha, va en contravía del cambio climático y la escasez de agua de El Niño.
En el país es generalizado el mal manejo de los suelos, no solo por parte de los grandes cultivadores empresariales sino también de los medianos y pequeños agricultores, educados por los agrónomos, muchos de los cuales, formados en las universidades, son realmente la fuerza de ventas de la industria agrotóxica que domina la producción mundial de alimentos agrícolas. Entre otras razones, por eso es un error craso la idea del Gobierno de comprar Monómeros, la empresa productora de urea del Gobierno venezolano en Cartagena.
Se necesita escuchar lo que dice la ciencia y regresar a una agricultura y una ganadería que trabajen con la naturaleza y no contra ella, intentando reemplazar los químicos con nutrientes que solo la vida orgánica es capaz de proveer de manera sostenible y eficiente. Hay que detener y revertir la erosión, que no es otra cosa que la pérdida de la capa orgánica fértil de los suelos, que abarca los primeros 30 o 50 centímetros de la superficie. La retención de agua y oxígeno solo ocurre en los poros creados por la aglomeración de partículas de suelo que logran los microorganismos, los verdaderos trabajadores del campo. Al destruirlos, los suelos se compactan, dejan de almacenar agua y la liberan en escorrentía, que altera el sistema hídrico y ocasiona desastres ambientales.
Colombia debe adaptar sus suelos al cambio climático, no solo para atender la emergencia energética provocada por la reducción de las reservas de agua para generación de energía, sino también la emergencia alimenticia causada por la destrucción de la capa orgánica del suelo, debida a las malas prácticas de arar, exponer al sol y calcinar los microorganismos con energía solar y venenos químicos.
