Las Frac aceptaron que sean juzgados y sancionados sus máximos responsables de crímenes atroces y lograron que la jurisdicción especial para la paz, con sus salas y tribunal, asuma la competencia para juzgar a los demás responsables.
Con ese logro se sacudieron de encima el estigma de ser los únicos culpables del desangre de Colombia y abrieron la puerta para juzgar a miembros de las Fuerzas Armadas, políticos, empresarios y defensores violentos de las rentas de la tierra, si ellos quieren confesar y aprovechar el trato más benigno de la justicia transicional por su participación en la guerra sucia. Los crímenes de los insurgentes se repudian tanto como los crímenes de la contrainsurgencia, para que ninguno se pueda justificar en el futuro por una ideología, ni la revolución comunista ni la seguridad democrática.
Quizá más importante, el Gobierno y las Farc reafirmaron su compromiso con los acuerdos anteriores, la inaplazable reforma rural integral que la guerra impidió durante medio siglo, la apertura democrática a la participación popular, reprimidas por el conflicto, y la desmilitarización de la lucha contra las drogas, que nos enredó la solución de los dos problemas al confundirlos en uno solo, mal calificado como narcoterrorismo.
La reforma rural integral fue asumida como norte de los trabajos de la Misión Rural, liderada por José Antonio Ocampo, que con alta calidad técnica traza el horizonte de políticas para cerrar la brecha de derechos entre el campo y las ciudades en menos de 20 años. El corazón de la reforma es la distribución más equitativa de la tierra, para revertir los efectos de la contrarreforma agraria en manos de los señores de la droga y de la guerra. El acopio de un gran fondo de tierras obliga al Gobierno a recuperar la tierra concentrada en manos ilegales y la que no cumple su función social, para reconstruir con ella la territorialidad de las comunidades campesinas, indígenas y negras.
Una parte enorme de la ilegalidad de los derechos de propiedad es la apropiación de baldíos mediante juicios de pertenencia y las compras de mejoras en el mercado informal de la tierra, que se conoce como falsa tradición, pues los ocupantes de baldíos venden lo que no les pertenece, por ser tierras imprescriptibles de la Nación. En gran medida esa ilegalidad de la tenencia es responsabilidad del Estado, que no genera oportunamente los derechos de los ocupantes campesinos y los obliga a vender su trabajo por poco precio a los especuladores de la tierra.
Un criterio de justicia transicional aplicado a la propiedad de la tierra sería el de legalizar, con el pago de una suma de dinero compensatoria o una parte de la tierra, los títulos de quienes adquirieron baldíos para hacer en ellos fincas productivas, de las que derivan sus ingresos familiares, como ocurre en los Llanos Orientales, y recuperar aquellas tierras usurpadas a ocupantes campesinos, como las de las haciendas Las Pavas y Bellacruz, en Bolívar y Cesar, y las de los 1.800 procesos agrarios en curso, así como los baldíos privatizados para atesorar capital especulativo en tierras que se mantienen improductivas donde los campesinos carecen de tierra para sobrevivir.
La justicia territorial con los pobladores rurales es el aspecto estructural de la transición de la guerra a la paz y fue el puente de oro que permitió a las Farc hacer el tránsito de la lucha armada a la participación política, para terminar la última guerra de colonos del hemisferio occidental, como la llamó Marco Palacios.