James Robinson duda de la voluntad y capacidad del Estado colombiano para embarcarse en una reforma rural cuando se logre poner fin al conflicto armado.
Lo caracteriza como un Estado donde la élite central pacta alianzas con las élites de la periferia para obtener apoyo político, a cambio de permitirles el clientelismo y la violencia para mantener sus dominios territoriales. Se pregunta, con astucia, qué motiva a la élite a pactar un ordenamiento de la propiedad rural como aporte para la paz y lanza la hipótesis de que los recursos naturales de la periferia se valorizan para hacer dinero, pero necesita la paz para que el Estado lleve aportes para hacer rentable la inversión.
Robinson juzga optimista el escenario de paz territorial dibujado en la negociación de La Habana y le parece insuficiente la movilización social para que el Estado funcione en la periferia rural. Sobre todo un Estado cuya élite central depende del apoyo de élites territoriales rentistas, a las que pide apoyo para la paz mientras las embarca en una reforma contra su poder territorial, con la promesa tantas veces incumplida de distribuir la tierra a los pequeños productores.
Bajo el supuesto de que repartir la tierra es un juego de suma cero que además resulta imposible, Robinson pronostica conflictos y ruina si se escoge este camino, como en Zimbabue, y aconseja no retardar la migración rural a las ciudades, donde los campesinos tendrán oportunidades y servicios estatales. Sugiere escoger el camino de domesticar a las élites regionales hasta hacerlas socialmente útiles, como ocurrió en Inglaterra con la revolución industrial, que barrió el campesinado hacia las fábricas urbanas y a los terratenientes hacia las carreras de caballos.
El diagnóstico de Robinson tiene muchos aciertos, pero su receta es contradictoria con sus tesis anteriores, especialmente en Por qué fracasan las naciones, escrito con el brillante Daron Acemoglu: mantener el statu quo rural y dejar que el problema agrario se resuelva solo, dejar atrás al campesinado y volver irrelevantes a las élites territoriales es lo opuesto a tener instituciones incluyentes, generalizar derechos de ciudadanía y propiedad y multiplicar organizaciones y empresas. Justamente su última e inesperada receta es la que ha aplicado la élite colombiana de mala manera durante un siglo y estos son los resultados que tenemos: una guerra civil prolongada e intratable, una urbanización caótica y grandes contingentes de pobreza rural y urbana de difícil reducción. Es una receta para el fracaso como nación.
Es claro que la reforma rural y la integración territorial de la periferia son costosas y difíciles, y que además habrá que conciliar los intereses de empresarios y pequeños productores, y también que la integralidad supone llevar los bienes públicos al campo, e incluso que habrá conflictos sociales y movilizaciones, pero toda esa redistribución de activos productivos y de poder de representación están en el extremo opuesto de un juego de suma cero, pues lo que pierden unos pocos propietarios extensivos y rentistas, que producen poco, se vuelve la oportunidad de generar producción e ingresos para muchos. La tierra es inelástica pero su uso no: puede ser más o menos productivo si quienes la poseen son pocos o muchos, ilegales o legales, con apoyo del Estado o sin él.
La receta de Robinson para Colombia es practicar la eutanasia con el mundo rural, ayudarle a bien morir, para que sus pobladores se modernicen en las ciudades, mientras los grandes terratenientes, bastante criminalizados, se reparten con los empresarios la tarea de hacer rentable la periferia con el modelo del capitalismo salvaje que pretendemos superar con la paz. Es lo mismo que formular una sangría a un enfermo de anemia. Es mejor consultar a otro médico que sí conozca la enfermedad y recete con sensatez.
* Alejandro Reyes Posada