La reforma rural pende del hilo de la Corte Constitucional

Alejandro Reyes Posada
25 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
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En Colombia siempre ha sido difícil cambiar las leyes agrarias, pues aunque beneficien a la mayoría, afectan privilegios que tienen gran influencia en las altas esferas del poder. El Gobierno decidió dividir la nueva Ley de Tierras en dos cuerpos, un Decreto-ley expedido en uso de facultades concedidas al presidente, el 902 de 2017, y un proyecto de ley que se puede presentar al Congreso cuando surta el trámite de la consulta previa. El Decreto 902 está siendo examinado por la Corte Constitucional y su próxima decisión definirá si por fin puede arrancar la reforma rural en su componente de tierras.

El decreto es enteramente instrumental y no afecta derechos sustantivos de propiedad. En esencia dispone cuatro cosas: una, ordena al Gobierno hacer planes territoriales de ordenamiento de la propiedad por oferta estatal; dos, crea el registro de sujetos de ordenamiento (RESO) para priorizar los sectores más vulnerables; tres, unifica en uno sólo los engorrosos procesos agrarios, para ir barriendo los territorios con la solución de los diversos casos jurídicos en un solo trámite administrativo, para enviar a los jueces sólo los casos donde hay controversia entre ciudadanos o con el Estado; y cuatro, elimina la ocupación previa, y por lo tanto la deforestación, como condición para la adjudicación de tierras, con lo cual el Estado recupera su poder de asignar tierras según las necesidades de la población, como la relocalización por razones distributivas o ambientales, o de lucha contra los cultivos ilícitos, para víctimas o desmovilizados del conflicto, y se frena la apropiación especulativa que está acabando con el bosque amazónico en Meta, Caquetá y Guaviare, pues la ocupación no genera propiedad si no se cumplen los requisitos del RESO para ser sujeto de ordenamiento.

Colombia ha tenido leyes de reforma agraria cuidadosamente diseñadas para que su aplicación sea casi imposible por la ausencia de instrumentos operativos, y este decreto, sometido al escrutinio de la Corte, crea esos instrumentos por primera vez. No se puede aplazar más el ordenamiento y la formalización de los derechos de propiedad sobre la tierra como una tarea que asume el Estado por su cuenta, en ejercicio del dominio eminente sobre el territorio, para comenzar a solucionar los conflictos y las distorsiones acumuladas que tanto han contribuido a la violencia y el desplazamiento.

Como las facultades del Gobierno para expedir el decreto tenían una fecha de vencimiento, se hizo una rápida divulgación y consulta étnica, que no satisfizo las ansias de capturar rentas de algunos delegados negros, que se negaron a ajustarse al tiempo corto de la consulta solicitado por el Ministerio del Interior, práctica recurrente con la que convierten el derecho a la consulta en poder de veto, ingenuamente avalado por la Corte en ocasiones anteriores. Para que la consulta étnica conserve su esencia de derecho constitucional debe distinguirse de su abuso extorsivo, y negarse a ella en los tiempos previstos no puede sancionarse como incumplimiento del Gobierno, sino como violación del deber contenido en el derecho. Por no deliberar ni votar perdió su investidura una senadora en días pasados por decisión del Consejo de Estado. Igual criterio debe usarse para resolver el impasse creado por las consultas malogradas.

Siendo la reforma rural integral una tarea pendiente para dar el salto cualitativo hacia la modernidad y el desarrollo, y para resolver los conflictos sociales que han afectado a una tercera parte de la población colombiana, la Corte Constitucional debe dar vía libre a la Agencia Nacional de Tierras para desplegar los planes territoriales de ordenamiento de la propiedad y comenzar en serio la implementación y construcción de la paz.

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