Hace dos meses publiqué una columna con dos sugerencias para acelerar el acopio de tierras para la reforma rural: comprar suelos fértiles, no tierras envenenadas con agroquímicos, y comprarlas de preferencia en el mercado informal, que no incluye el sobreprecio de la renta de la tierra, con un descuento fuerte del precio según el grado de informalidad.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
La primera sugerencia atiende a la naturaleza misma de la propiedad raíz en el campo. Como son tierras para la producción campesina, su calidad es proporcional a la salud de los suelos, que decae con las malas prácticas de la agricultura química y se recupera con la agricultura orgánica libre de tóxicos, que debería ser la orientación para los productores agrarios, tanto campesinos como empresarios del campo. En ese sentido, hace mal el Gobierno en perpetuar y subsidiar la industria agroquímica y la dependencia de los productores frente a los insumos externos a la finca.
Los verdaderos artífices de la productividad agraria son los microorganismos, hongos y lombrices que trabajan en el suelo para nutrir las plantas a cambio de la glucosa que ellas les proporcionan, y no los abonos químicos y pesticidas que acaban la biodiversidad. La compra de tierras degradadas esclaviza a los campesinos a la compra de insumos que no tienen otro efecto que seguir dañando los suelos y empobreciendo los ecosistemas, mientras los grandes propietarios se libran de cargar con tierras arruinadas.
La segunda sugerencia, de preferir la adquisición de tierras informales, cuya propiedad no está consolidada, cumple dos propósitos: primero, descontar una proporción importante del precio de compra según los niveles de informalidad y por tanto adquirir una mucho mayor extensión de la que se lograría si sólo se compra la propiedad plenamente consolidada, que no supera el 40 % de la tierra privada del país, y segundo, ir formalizando la tierra como condición para entregarla a los campesinos, ojalá con contratos de usufructo a largo plazo que impidan que la vendan al día siguiente de recibir el título.
El mapa de baldíos elaborado por la Upra muestra que las regiones del país donde se refugia el campesinado, y donde están demandando tierras para producir, coincide con las tierras informales bajo posesión de grandes y medianos productores, y no con las áreas de propiedad plenamente consolidada, cuyos precios están sobrevalorados porque incorporan las rentas derivadas del monopolio de la tierra.
Solo hace falta que el Ministerio de Agricultura elabore una tabla de grados de informalidad de los títulos y defina, con un decreto, el porcentaje de descuento del precio que corresponda a cada grado de informalidad, sin necesidad de cambios constitucionales ni legales, para buscar las tierras donde las demande el campesinado, mirando más al grado de conservación de la capa orgánica de los suelos que a los títulos formalizados.
Lo que está bastante claro, luego de año y medio de gobierno, es que al paso que va, la compra de tierras a Fedegán no va a permitir el acopio del millón y medio de hectáreas que se propuso el Gobierno para el cuatrienio y, a lo sumo, les permitirá a los grandes ganaderos deshacerse de sus peores tierras, capturando la totalidad de las rentas de monopolio de las tierras a costa del presupuesto de todos los colombianos, mientras los campesinos recibirán tierras improductivas y costosas en las que no podrán mejorar sus condiciones de vida. Muy lejos de las ideas reformistas de Carlos Lleras Restrepo, que, a diferencia de Gustavo Petro, demostró ser un formidable ejecutor.