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DURANTE TODA LA SEMANA LOS MEdios martillaron sobre la caída del Muro de Berlín. Dichosa celebración. El llamado comunismo se derrumbó y la corrompida burocracia soviética mostró lo que era: una mafia.
Yo, que ya tengo derecho a la memoria, atravesé dos veces la Cortina de Hierro, que en verdad lo era. Una en octubre de 1975. Venía de Copenhague con Martha Arenas, mi primera compañera; mi primo y mi tía; pasamos en barco a Rostock y luego por una carretera estrecha, siguiendo un aviso que decía sólo Berlín. Campos yertos, casas destartaladas, alguna carreta tirada por caballos y una soledad esteparia. Mi primo se divertía preguntando: “¿Sí ven el paraíso?”. Yo pasaba el trago amargo. Ya atardeciendo, cruzamos sin advertir el repetido letrero de Berlín y entramos a la ciudad por una ruta que después, en la talanquera al pie del muro, supimos que estaba prohibida. Un oficial, golpeándose la bota con una fusta, gesticulaba en alemán algo que, presumimos, eran preguntas: ¿Qué hacían en Berlín? ¿Por dónde entraron? ¿Dónde se detuvieron? Una pausa, ojos azules pequeñitos, casi afilados, y de nuevo: ¿Quiénes son? ¿Qué dejaron en la ciudad? Nueva pausa y hablando en inglés: ¿Por qué desobedecieron la orden? Silencio. Mi primo musitó: “¿Cuál orden?”. Quién dijo miedo, la fusta daba vueltas en el aire antes de azotar el capó del carro. Mi tía esculcaba su cartera. Temblábamos temiendo que el militar presumiera que buscaba un arma. Sacó algo metálico, brillante, que había comprado en Dinamarca: un sacacorchos que tenía en la manija la silueta de una mujer y al apretar un gatillo aparecía un pipí que se metía en ella. Nosotros temblábamos. Mi tía le picó el ojo al tipo, el hombre se sonrió levemente, agarró el sacacorchos y ordenó levantar la vara que nos separaba de la otra Berlín.
La segunda vez venía también con mi familia de un viaje por Checoslovaquia. Agosto del 80. Éramos siete, pero en el carro no cabían sino cinco, de suerte que dos tenían que por turno viajar en tren de trecho en trecho. Entramos como Pedro por su casa a Checoslovaquia. En Praga, una ciudad grabada más que construida, pregunté provocador en una librería por la Metamorfosis de Kafka. El empleado no se dio por enterado. Yo, retador, cargué de nuevo: “¿No sabe quién es Kafka?”. Sí, me dijo sin mirarme, fue un judío nacido en Praga. Con el mal sabor y los bolsillos llenos del dinero que nos habían obligado a cambiar en la entrada y con el que no hallábamos qué comprar, decidimos regresar por Austria. Me tocaba el turno de tren con mi amigo William Ramírez. Íbamos adormilados en un vagón atestado de gente. Eran las 2 de la mañana cuando un inspector nos despabiló alumbrándonos brutalmente con una linterna. Miró los pasaportes y notó que en el mío había un sello en que constaba que había entrado manejando un viejo Volkswagen. Furioso me preguntó en inglés: “Where is your car?”. No atisbábamos qué decir. Al cabo de un largo minuto, me atreví a responderle: “My car is with my mother”. Creyó que nos burlábamos. Nos dio la espalda. En la estación siguiente subieron dos soldados armados y nos bajaron con maletas. Nos empujaron en una oficina alumbrada por un bombillo anémico. Volvieron a preguntarnos la misma cosa. Un enorme retrato de Lenin ocupaba casi toda la pared. Al mediodía, cansados ellos de preguntar lo mismo y nosotros de responder lo mismo, un oficial nos dijo con un desdén imperativo: “Va, va”, y nos indicó la salida. Cogimos camino por una carretera por la que en las siguientes tres horas no pasamos sino nosotros dos con nuestros bártulos al hombro. Al fin, la Cortina: líneas eléctricas, campos minados con aviso, púas, púas y púas, un muro de hormigón y una línea de puestos de vigilancia con reflectores. Pasamos los pasaportes al guardia. Esculcaron trapo por trapo lo que contenían las maletas y levantaron la vara. Llegamos a Viena sin saber dónde estaba mi mamá. Y más grave: si estaba en Austria o la habían detenido en la frontera. Dos días después nos encontramos en la estación del tren. Atrás quedaba mi comunismo para siempre.
