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                                                                                                                              Cultura mafiosa

                                                                                                                              La real academia española define a la mafia como organización criminal de origen siciliano; o por extensión, cualquier, organización criminal clandestina, o también cualquier organización que trata de defender sus intereses, y da un ejemplo: mafia del teatro. Total, hay que mirar a Sicilia.

                                                                                                                              El origen de la palabra es polémico: proviene de la voz árabe mahya: bravuconería, jactancia; o del toscano maffia, sinónimo de ostentación. La etimología cae aquí como anillo al dedo. La mafia, tal como la conocemos hoy, nace en Sicilia como una organización que defiende los intereses de los señores feudales con escopeta, es decir, a changonazo limpio, contratando sicarios y comprando o matando jueces. Avanzamos, pues estamos tibios.

                                                                                                                              Se forma así la Onorata Societá, regida por un código de honor —la omertá, sinónimo de ley del silencio— y uno de cuyos más rentables negocios era el contrabando de ganado. Estamos calientes. La mafia pone sus huevos en E.U. durante la Gran Depresión y hace su agosto: los emigrantes sicilianos, pobres, desempleados, mal vistos y peor tratados, se asocian para delinquir según el modelo de la Onorata. Es la Cosa Nostra; la época de El Padrino y del célebre boss Lucky Luciano, dedicado a los negocios de droga, prostitución y chance. Estamos por quemarnos. La policía lo pilla y la justicia lo condena a 30 años, que cambia por la ayuda que la mafia en Sicilia presta al ejército norteamericano para desembarcar en Italia al fin de la Segunda Guerra Mundial. Prácticamente nos quemamos.

                                                                                                                              En nuestro medio hay una herencia política que va de los chulavos y pájaros de los años 50, pasa por las bandas de esmeralderos y contrabandistas de los 60 y 70, y entrega su legado a los narcos, llamados mágicos —juego burlón con la palabra mafia—, que reinan hasta hoy y que ya compraron boleta “a futuro” bajo el nombre de “los emergentes”. Fue sin duda la aristocracia del país —blanca y rica— la que primero sintió, resintió y ridiculizó los síntomas externos de la mafia, su cultura extravagante, irrespetuosa, presuntuosa, que construía clubes sociales completos si le negaban la entrada a uno, que compraba los más lujosos carros, los más finos caballos de paso, las haciendas más linajudas, los jueces más rigurosos, los generales más amedallados, en fin, que se puso de ruana todos los valores de la autodenominada ‘gente bien’, que descubrió pronto, para su propia fortuna, que era mejor asociarse a la mafia que luchar contra ella. Y así lo hizo. Algunos, hay que ser justos, hasta se ruborizaron de ciertos enlaces matrimoniales, pero al fin, se alzaron de hombros con un “plata es plata”, lo demás es loma.

                                                                                                                              La mafia no abandonó su filón. Por el contrario, lo amplió y lo consolidó; siguió con sus negocios, con su poderosa influencia en la institucionalidad, con sus crímenes, sus armas. Son los días en que el embajador gringo Tambs habló de la narcodemocracia. La aristocracia, en decadencia, ya narcos, ya dueños de la baraja, agradecieron el reconocimiento y alabaron al gran diplomático que, dicho sea de paso, terminó en Centroamérica asociado con sus denunciados. Después, la coalición social hizo otro negocio: el paramilitarismo, y por ahí derecho la parapolítica que, en nuestros días, ronda cada día más cerca al Príncipe: su primo, su ex secretario privado, sus barones electorales, su ex jefe de seguridad, su ex lanzacandidaturas andan, como se dice hoy, complicaditos.

                                                                                                                              La mafia, tanto la siciliana como la criolla, se ha hecho contra la ley, ha construido con sangre sus propios canales de ascenso al poder económico y político y, sobre todo, ha impregnado de su cultura —la del “no me dejo”, la del “soy el más vivo”, la del “todo vale huevo”— al resto el país, o para ser exactos al 84%. Es la cultura de la fuerza a la fuerza, de la justicia por mano propia, de las recompensas por huellas digitales y memorias digitales, del “véndame o le compro a la viuda”, del “le corto la cara marica”, del “quite o lo quito”. Su escudo de armas: un corazón incendiario. Cuando Piedad Córdoba dice que en el país predomina la cultura mafiosa, hace una apreciación no sólo valerosa sino justa. Después de tomarse las juntas directivas y los directorios políticos, la mafia busca ahora imponer sus valores, normas y principios. Es decir, su cultura, más a las malas que a las buenas.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              La real academia española define a la mafia como organización criminal de origen siciliano; o por extensión, cualquier, organización criminal clandestina, o también cualquier organización que trata de defender sus intereses, y da un ejemplo: mafia del teatro. Total, hay que mirar a Sicilia.

                                                                                                                              El origen de la palabra es polémico: proviene de la voz árabe mahya: bravuconería, jactancia; o del toscano maffia, sinónimo de ostentación. La etimología cae aquí como anillo al dedo. La mafia, tal como la conocemos hoy, nace en Sicilia como una organización que defiende los intereses de los señores feudales con escopeta, es decir, a changonazo limpio, contratando sicarios y comprando o matando jueces. Avanzamos, pues estamos tibios.

                                                                                                                              Se forma así la Onorata Societá, regida por un código de honor —la omertá, sinónimo de ley del silencio— y uno de cuyos más rentables negocios era el contrabando de ganado. Estamos calientes. La mafia pone sus huevos en E.U. durante la Gran Depresión y hace su agosto: los emigrantes sicilianos, pobres, desempleados, mal vistos y peor tratados, se asocian para delinquir según el modelo de la Onorata. Es la Cosa Nostra; la época de El Padrino y del célebre boss Lucky Luciano, dedicado a los negocios de droga, prostitución y chance. Estamos por quemarnos. La policía lo pilla y la justicia lo condena a 30 años, que cambia por la ayuda que la mafia en Sicilia presta al ejército norteamericano para desembarcar en Italia al fin de la Segunda Guerra Mundial. Prácticamente nos quemamos.

                                                                                                                              En nuestro medio hay una herencia política que va de los chulavos y pájaros de los años 50, pasa por las bandas de esmeralderos y contrabandistas de los 60 y 70, y entrega su legado a los narcos, llamados mágicos —juego burlón con la palabra mafia—, que reinan hasta hoy y que ya compraron boleta “a futuro” bajo el nombre de “los emergentes”. Fue sin duda la aristocracia del país —blanca y rica— la que primero sintió, resintió y ridiculizó los síntomas externos de la mafia, su cultura extravagante, irrespetuosa, presuntuosa, que construía clubes sociales completos si le negaban la entrada a uno, que compraba los más lujosos carros, los más finos caballos de paso, las haciendas más linajudas, los jueces más rigurosos, los generales más amedallados, en fin, que se puso de ruana todos los valores de la autodenominada ‘gente bien’, que descubrió pronto, para su propia fortuna, que era mejor asociarse a la mafia que luchar contra ella. Y así lo hizo. Algunos, hay que ser justos, hasta se ruborizaron de ciertos enlaces matrimoniales, pero al fin, se alzaron de hombros con un “plata es plata”, lo demás es loma.

                                                                                                                              La mafia no abandonó su filón. Por el contrario, lo amplió y lo consolidó; siguió con sus negocios, con su poderosa influencia en la institucionalidad, con sus crímenes, sus armas. Son los días en que el embajador gringo Tambs habló de la narcodemocracia. La aristocracia, en decadencia, ya narcos, ya dueños de la baraja, agradecieron el reconocimiento y alabaron al gran diplomático que, dicho sea de paso, terminó en Centroamérica asociado con sus denunciados. Después, la coalición social hizo otro negocio: el paramilitarismo, y por ahí derecho la parapolítica que, en nuestros días, ronda cada día más cerca al Príncipe: su primo, su ex secretario privado, sus barones electorales, su ex jefe de seguridad, su ex lanzacandidaturas andan, como se dice hoy, complicaditos.

                                                                                                                              La mafia, tanto la siciliana como la criolla, se ha hecho contra la ley, ha construido con sangre sus propios canales de ascenso al poder económico y político y, sobre todo, ha impregnado de su cultura —la del “no me dejo”, la del “soy el más vivo”, la del “todo vale huevo”— al resto el país, o para ser exactos al 84%. Es la cultura de la fuerza a la fuerza, de la justicia por mano propia, de las recompensas por huellas digitales y memorias digitales, del “véndame o le compro a la viuda”, del “le corto la cara marica”, del “quite o lo quito”. Su escudo de armas: un corazón incendiario. Cuando Piedad Córdoba dice que en el país predomina la cultura mafiosa, hace una apreciación no sólo valerosa sino justa. Después de tomarse las juntas directivas y los directorios políticos, la mafia busca ahora imponer sus valores, normas y principios. Es decir, su cultura, más a las malas que a las buenas.

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