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Los ríos

Alfredo Molano Bravo

28 de marzo de 2009 - 08:00 p. m.

NACÍ Y ME CRIÉ EN UN PÁRAMO ALgunos lo llamaban De las Palomas, otros El Sarnoso no lejos de Bogotá: a las cinco de la tarde se oía el pito de un tren que no se veía y que alguien dijo que venía de Zipaquirá. El aire era mojado. Los montes escurrían agua.

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La niebla gotas de agua volando no siempre dejaba ver ese viejo cerro de calvicie incipiente que llamábamos El Chocolatero, patria de musgos, quiches y orquídeas de flor amarilla. El río Teusacá, allí donde lo cruzaba el camino de herradura que llevaba a Choachí, bajaba con afán, chocando piedras, lamiendo orillas y haciendo pozos donde pescábamos truchas, ágiles como la sombra de un pájaro. Más abajo, en Sopó, acunado por sauces, se volvía manso y más abajo, entrado en aguas del Bogotá, se despeñaba por el Salto del Tequendama, siempre a medio camino entre el sabor de paseo y el terror de suicidio. Contaba mi papá, que en tiempos del dictador  Reyes, iban los niños de entonces a cazar cangrejos a Fontibón, donde pasaba el tren que venía del río Magdalena. Lo vi por primera vez desde el puente Ospina Pérez en Girardot y por segunda vez en el Luis Ignacio Andrade en Honda. Puentes godos. 

Hoy lo apresan arriba, y más arriba, en las cabeceras. A los nacidos en el frío, la tierra caliente nos congestionaba, nos derretía en sudor. Los grandes —mis tíos— no nos llevaban a piscinas, donde la gente hacía pipí, sino a los ríos, donde el agua corría. Alguna vez acompañé a mi papá a comprar ganado a Puerto Berrío, en tren. Paraba resoplando al lado del Hotel Magdalena, donde fue proclamada la candidatura de Olaya Herrera. El puente que cruza el río —allí ya mayor— no había sido construido  aún. Cuando lo fue, hice el viaje de Bogotá a Santa Marta en el malhadado Expreso del Sol. Conocí entonces el mar cuando ya me alumbraba el bozo: se me voló el resuello.

En Puerto López, navegué en chalupa el río Meta. Todavía la gente hablaba de Chaíto Velázquez, el que prendió a los Llanos en el 49. En el río Cusiana, inocente, amansaba bestias el general Guadalupe Salcedo, y en el Ariari, desconfiado, criaba ganado el capitán Dumar Aljure. Más allá, en el fin del mundo, corría el río Guaviare, donde se pescaban valentones de seis arrobas. La Serranía de la Macarena, siempre a las espaldas mi cruz era una selva de tigres y dantas. En el invierno, que duraba el año entero, caía la Lluvia Blanca —puntillosa, delgada, infinita. Los ríos y caños se hinchaban, no daban paso: era tiempo de conejeras: bajaban gigantescas ceibas y cedros, arrancados de cuajo por las aguas, y vacas ahogadas piloteadas por chulos. Por el río Guaviare se llega al río Inírida, que con el sólo nombre le bastaría para ser bello. Aguas azabaches, tranquilas, transparentes. Juntas se botan al río Orinoco, iracundo en Maipures, domado en la boca del río Meta. Al otro lado de tanta agua, hay otras tantas: el Atrato, voluptuoso, empuja al mar; el Cauca “de fragoso peregrinar por chorreras y rocales” ayer, ahogador de cadáveres hoy; el río Patía que rompe la cordillera por un pasadizo de tres metros de ancho, la Hoz de Minamá.

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En el San Juan, de orillas robadas por las voraces empresas mineras, aún se da el güerregue, con que se tejen los canastos más bellos del mundo. En el otro extremo, donde se rinden los ríos en el solemne Amazonas, corre el río más desconocido —atravesado entre el sur y el oriente—, centinela de la última selva, el Apaporis: un árbol derribado que al caer se partió en cachiveras, en saltos como el Jirijirimo, que bota espumas de colores y se oye a kilómetros. Contra sus torrentes nada pudieron hacer los comerciantes y, por tanto, tampoco los curas. También tiene su estrecho, llamado el Túnel de la Anaconda, donde algún día resonarán las canciones de Andrea Echeverri y Héctor y su banda, para quienes recordé todas estas aguas que deberán ser declaradas en bien público mediante el Referendo del Agua.

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