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Minorías culturales

Alfredo Molano Bravo

24 de julio de 2010 - 11:00 p. m.

NO ES QUE YO SEA AMIGO DE LA FAmilia, la Tradición y la Propiedad, un movimiento fascista que sacaba a las calles las mismas banderas que después levantaron los paramilitares, pero soy defensor de las tradiciones populares, de la arquitectura popular, de la música popular, de los caminos de herradura, de las aguas limpias, de los cascos antiguos de pueblos y ciudades, del coleo, de las riñas de gallos, de las corralejas, del jaripeo mexicano, de los circos —en particular los de pulgas—, de las carreras de caballos y, claro, de las corridas de toros. Voy a las corridas.

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Me emociona el arte de los toreros y la casta de los toros. Escribo de vez en cuando sobre la fiesta. He pasado de la repugnancia que me causaban cuando era adolescente y de la soberbia indiferencia cuando era sociólogo, al gusto por un arte esquivo y secreto. Los toros son una metáfora de la vida. Hablan del valor, de la nobleza, del desafío, de la muerte, del triunfo, de la rivalidad, de la paciencia, de la serenidad y, a su manera —¡bella manera, por lo demás!—, del tiempo y del espacio. Sé que no todo el mundo lo entiende ni lo comparte como sucede con un monumento totémico, con una ceremonia de yagé, con una pintura rupestre, con un manuscrito antiguo. Las corridas de toros ponen entre ellas y el público una muralla críptica que no es fácil romper. Quienes no van a emborracharse a la plaza, logran ver un fugaz más allá. En realidad es una ceremonia con oficiante, víctima, liturgia, normas, autoridades, condiciones y fieles. Más aún, es la única ceremonia auténtica, heterodoxa y pagana que nos queda. Las otras se las han tragado la cocacolización del mundo, la superficialidad mediática, la imaginería consumista y la sumisión a la dominación cultural anglosajona. No todos tenemos que hablar inglés.

La vida y la muerte están presentes en el ruedo como están en el mundo. Quizá la poesía, la música, la pintura no sean más que intentos de interpretar, y al mismo tiempo exorcizar, esas realidades inseparables hasta el punto de ser una sola. Nadie pretende que todo ciudadano vaya a las corridas ni que todos las entiendan. Pero hay una tradición de profundas raíces culturales que debe ser respetada como debe respetarse a una minoría o a la mayoría. Prohibirlas es un acto de intolerancia cultural totalitaria; equivale a perseguir a una escuela, a una cofradía, a un grupo; a homogenizar los gustos, las interpretaciones de la vida, las sensaciones. Proscribir las corridas de toros, los gallos, el coleo son actos despóticos que atentan contra lo que la Constitución llama “el libre desarrollo de la personalidad”, que podría ser tan brutal y arbitrario como perseguir a los homosexuales y lesbianas, los ateos o los judíos. Hay una actitud inquisitorial de quema de brujas en la farisea defensa del sufrimiento de los animales. ¿Por qué un toro de lidia sufre más al morir que un avestruz en el matadero de una finca en Anapoima? Creo que la demanda presentada ante la Corte Constitucional hace parte de una estrategia electoral algo más que demagógica.

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El alto tribunal debería estar muy atento a ese aliento y ese sesgo. No se puede legislar contra las raíces culturales, contra los símbolos populares, contra los espectáculos tradicionales. A las corridas nadie va obligado. ¿Por qué razón, sobre qué fundamento, a los que participamos de esa ceremonia, de ese gusto particular y de esa complicidad estética, se nos obligaría a renunciar a ella? Los Derechos Humanos son la esencia de nuestras normas. ¿Qué derecho humano violan las corridas de toros, las riñas de gallos, el coleo o el circo de pulgas?

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