HE ESCRITO VARIAS VECES SOBRE Orlando y nunca hubiera querido tener que hacerlo en su funeral. Pero los amigos también existen en momentos como estos, cuando se da el gran paso de la vida. Lo conocí en su oficina, era decano de la facultad de Sociología, y yo un aspirante a ser estudiante de la Universidad Nacional.
Orlando Fals Borda era desenvuelto, pero formal, y contrastaba con la irreverencia de una facultad donde no se usaba corbata, se estudiaba a Marx y donde las niñas más bonitas de la universidad saludaban de beso. Éramos una cofradía que en realidad no sabía para dónde iba ni qué estudiaba, y así nos quedamos. Aún no salimos de la incertidumbre. Para esos días, Orlando Fals Borda era un hombre público nombrado y, sobre todo, sindicado de haber dicho verdades que el país sangraba y no reconocía: la Violencia la de los primeros 300.000 muertos había tratado de ser borrada de la historia suprimiéndola en una prensa sometida a la censura.
Cuando monseñor Guzmán, Umaña y Fals publicaron La Violencia en Colombia, el Gobierno sacó los tanques a la calle. La práctica represiva no ha cesado. Esa obra que desgarró el telón fue el fundamento del espíritu de investigación crítica que caracterizó a la Facultad en aquellos días. Fals venía siguiéndole la pista al conflicto desde sus estudios participativos en la región de Chocontá sobre la estructura agraria; ya había publicado una docena de trabajos menores y dos libros mayores: Campesinos de los Andes y El hombre y la tierra en Boyacá. La bandera de la reforma agraria, enterrada entonces por el régimen conservador —como hoy por el régimen de la reelección indefinida volvió a los primeros planos de la prensa e inspiró la fundación del Incora.
Orlando estuvo muy cerca de Camilo. Fue su consejero y amigo desde cuando se conocieron, pero en particular cuando Camilo inició su vía crucis. Sin embargo, siendo Orlando un hombre de fe, humanista y cristiano como Camilo, nunca creyó en las armas, aunque por momentos lo lamentara. La muerte de Camilo le hizo vivir la guerra en carne propia y radicalizó su crítica. No obstante, a mediados de los años 60, Orlando vivió uno de los momentos más amargos de su vida: renunció a la decanatura cuando un sector estudiantil lo acusó de colaborar con el imperialismo por haber construido el edificio de Sociología con dineros de fundaciones extranjeras y por usar una conceptualización positivista.
Escribió entonces La subversión en Colombia, una muy ilustrada obra sobre la resistencia y la insurrección de nuestro pueblo, trabajo que acaba de ser reeditado. En esa ocasión me pidió muy discretamente que escribiera algo sobre este libro. No lo hice. Me quedo con esa deuda.
Al dejar la decanatura, Orlando y María Cristina, ya juntos, aceptaron trabajar con Naciones Unidas en Ginebra. Fue una especie de triste exilio en un país silencioso y aburridor, donde trató de resolver dos torturantes retos: la praxis, originado en el sacrificio de Camilo, y la actividad política, surgido en la contradicción con un sector del movimiento estudiantil de la Universidad Nacional. En ese período de su vida acunó una de sus tesis sociológicas más conocidas: la investigación-acción-participativa que mucho discutimos.
Cuando yo trataba de sacar un doctorado en París —en vano, por lo demás—, volvimos a encontrarnos. Se quedó en mi apartamento varios días. Mi mamá, que vivía con nosotros —con Marta y mis dos hijos mayores—, al ver que Orlando no usaba bata, resolvió prestarle la de ella. Nunca olvidaré un desayuno en que llegaron otros amigos a visitarlo y lo encontraron con la bata rosada de mi mamá puesta. Era un hombre sinceramente humilde. Sobraría decir que mi mamá, orgullosa, no volvió a lavar la bata.
Cuando María Cristina y Orlando regresaron a Colombia se fueron a vivir a Montería. El movimiento campesino estaba en ascenso, como decíamos en la época, y ellos se casaron con ese formidable intento de recuperar la tierra perdida a manos de los terratenientes. La tesis de investigación-acción fue puesta a prueba. Orlando dividió su tiempo entre las reuniones y acciones de la poderosa Asociación de Usuarios Campesinos y la investigación sobre los orígenes del capitalismo en la Costa Atlántica. Recuperó las figuras de Vicente Adamo, Manuel Hernández, el Boche, Felicita Campos y Juana Julia Guzmán, que consideraba símbolos de la resistencia campesina contra los terratenientes.
Esa pequeña obra debe ser considerada el boceto de quizá su trabajo más importante: La historia doble de la Costa, escrita tanto para la academia como para la gente llana. Al mismo tiempo fundó con García Márquez, Santos Calderón, Antonio Caballero, Carlos Duplat y Augusto Libreros, entre otros, la revista Alternativa, primer intento de un periodismo investigativo que pensara el país desde un ángulo distinto: la lucha contra los privilegios.
En esas andaba cuando el M-19 se burló del Ejército hurtándole 5.000 fusiles del Cantón Norte. La represión no se hizo esperar. El gobierno de Camacho Leyva y Turbay dictó el Estatuto de Seguridad, pieza siniestra de nuestra historia que afianzó la lucha armada y cobró miles de víctimas. La tortura, la desaparición forzada, la masacre se volvieron política de Estado. María Cristina y Orlando fueron torturados en las caballerizas del Ejército y ella condenada a dos años de cárcel, que pagó con modestia y, sobre todo, con dignidad. Las tesis de la investigación-acción tienen su precio.
Durante esos días negros, el fracaso de la represión y el ascenso de la resistencia desembocaron en un grito unánime: “Paz y constituyente”. Orlando cumplió un papel trascendental en la redacción de la Constitución del 91 al defender el ordenamiento territorial, una iniciativa que golpeaba las raíces del clientelismo y la feudalización electoral, razón por la cual el artículo aprobado sobre el asunto nunca fue reglamentado ni lo será con facilidad. Fue el gran aporte de Orlando.
En los últimos años se jugó sus restos en la fundación de un nuevo partido de izquierda, El Polo, una iniciativa que quiere agrupar las diversas tendencias de la izquierda renunciando al dogmatismo que tanto nos ha debilitado. Orlando defendía, sin concesiones, la democracia. Y la defendía como la única forma de resolver el conflicto armado y de combatir la exclusión y el despotismo impuesto por unas minorías arrogantes, ambiciosas y ciegas. Pero también defendía la democracia dentro del Polo como la única manera de orientar y dirigir un movimiento popular hacia el poder y en el poder. Y no puede ser de otra manera: lo que es adentro es afuera.
La última vez que lo vi me contó que había estado muerto. Creí que estaba jugando, al fin y al cabo era costeño. Pero no. La realidad fue que después de una manifestación del Polo había regresado a su apartamento débil y cansado. Se acostó y se despertó cuando timbró en la puerta una vieja amiga alemana de paso por el país. Se levantó a abrir la puerta y cayó inconsciente al suelo. Lo llevaron al hospital y, después de tratar de reanimarlo infructuosamente, lo dieron por muerto y lo pasaron sin más a la morgue.
Una de sus sobrinas que estudiaba medicina quiso verlo y despedirse de él. Lo acarició, le pasó la mano por el corazón, sintió un latido tímido y lejano. Con ayuda de otro médico, lo sacaron del laberinto y Orlando volvió a la vida en una camilla del anfiteatro. ¡Cuánto diéramos ahora todos nosotros porque la historia se repitiera pasándole la mano por ese corazón tan abierto y dispuesto que tenía!