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                                                                                                                              Pecados y pescado

                                                                                                                              La cosa no fue de un día para otro. Debieron pasar días y años. Muchos años. Primero fue por los ríos, por algunos ríos, los grandes, los navegables: pasaban barcas con gente armada y ambiciosa buscando oro.

                                                                                                                              Después fue por los caminos, los antiguos, los trazados por la fatiga y el sudor: pasaban hombres a caballo, armados, buscando el oro. De los ríos y de los caminos nacían trochas y trochas hacia las selvas buscando la quina, el caucho, la ipecacuana y, siempre, el oro. Los caminos se volvieron reales: se sacaban el tabaco, el café, el añil y se embarcaban por ríos que desembocaban en otros ríos y todos en el mar. A orillas de los caminos se abrían fincas y con las fincas se hacían haciendas.

                                                                                                                              Aun así, nada había pasado. Ni las pavas ni las dantas ni los venados huían de los caminos. Los ríos estaban llenos de bagres, nicuros, sabaletas. Se construyeron carreteras, ferrocarriles y aeropuertos; los pueblos crecían, algunos se volvieron ciudades. Pero aun así, nada había pasado. La gente comía pescado fresco, salpreso o seco. Mucha gente vivía del pescado porque los ríos y el mar lo regalaban a manos llenas. Alguna gente comía carne de monte, de res, de cerdo. Otra, algo exclusiva, atún y sardinas. Con los días, las ganaderías con ganado y sin ganado crecían al ritmo de caminos y carreteras; los ríos se fueron olvidando y ya no corrían limpios: los pueblos y las ciudades construyeron alcantarillas para botar en ellos sus aguas sucias.

                                                                                                                              En el río Bogotá no se volvieron a pescar capitanes ni a coger cangrejos. Pero aun así, nada había pasado. Los pescadores se acostumbraron a pescar poco y sucio; los pueblos ribereños, a comer mierda. Como tenía que comer la mucha, la mucha gente que sacaban a brincos del campo para fundar hatos y haciendas. Los pastos reemplazaban las selvas; se tumbaban los frailejonales para sembrar unas papas grandes y meter unas vacas pequeñas y peludas; las aguas corrían pesadas y barrosas. Las ciudades añadían a sus aguas negras desechos químicos y venenos verdes. En los ríos los trasmallos, la dinamita y el barbasco hacían su agosto. Donde hubo selvas, ahora había rastrojos que nunca alcanzaban a madurar; el agua se retiraba.

                                                                                                                              La lluvia comenzó a escasear, las nubes pasaban como caravanas. En Honda, la subienda mermaba; en Cartagena y en Buenaventura, los barcos con enormes redes de arrastre apenas si fondeaban antes de llevar toneladas de camarones a Nueva Orleans y a Tokio y dejar los arrecifes destrozados y los manglares exangües. Las ciénagas del San Jorge, del Sinú, del Magdalena, se convirtieron en haciendas a plomo limpio; los playones de la laguna de Sonso en el Cauca se llenaron de caña de azúcar, la laguna de Fúquene, de kikuyo; los playones de Tota y La Cocha, de cebolla; la trucha se ahogaba en fungicidas. De los grandes ríos del sur, del Caquetá y del Putumayo, los gigantescos valentones, más grandes que sus pescadores, salían en avión llevando en sus barrigas toneladas de coca. La carne se botaba para salvar la cocaína.

                                                                                                                              Al tiempo, por otros ríos y por los mismos, bajaban cadáveres de hombres y mujeres y niños como islas flotantes engordando chulos; bajo sus aguas corrían otros tantos muertos desmembrados y desleídos para blanquear los contados sumarios que los jueces abrían. La gente dejó de comer el poco pescado que ya daban los ríos. Las subiendas Magdalena arriba, Sinú arriba, Patía arriba se volvieron tan raras como el arco iris en los páramos agostados y desecados por paraganaderos. El agua dejó de correr mientras la gente corría.

                                                                                                                              El pescado que fue durante cientos de años —digamos trescientos—, la alimentación gratuita de un pueblo despojado de sus tierras, islas y playones, que criaba un mercado barato y que marcaba el regreso de las lluvias y el fin de los veranos, ese pescado, dicen los diarios de Semana Santa, hoy se importa de Vietnam y de Chile, de Canadá y de Noruega y dentro de muy poco tiempo sólo se conocerá en restaurantes y hoteles de cinco estrellas. Así, en el futuro el pescado se verá sólo en las casullas de los curas como testimonio de un cristianismo desaparecido, si para entonces la iglesia no las ha terminado de vender. Y todo, todo pasó sin darnos cuenta.

                                                                                                                              La cosa no fue de un día para otro. Debieron pasar días y años. Muchos años. Primero fue por los ríos, por algunos ríos, los grandes, los navegables: pasaban barcas con gente armada y ambiciosa buscando oro.

                                                                                                                              Después fue por los caminos, los antiguos, los trazados por la fatiga y el sudor: pasaban hombres a caballo, armados, buscando el oro. De los ríos y de los caminos nacían trochas y trochas hacia las selvas buscando la quina, el caucho, la ipecacuana y, siempre, el oro. Los caminos se volvieron reales: se sacaban el tabaco, el café, el añil y se embarcaban por ríos que desembocaban en otros ríos y todos en el mar. A orillas de los caminos se abrían fincas y con las fincas se hacían haciendas.

                                                                                                                              Aun así, nada había pasado. Ni las pavas ni las dantas ni los venados huían de los caminos. Los ríos estaban llenos de bagres, nicuros, sabaletas. Se construyeron carreteras, ferrocarriles y aeropuertos; los pueblos crecían, algunos se volvieron ciudades. Pero aun así, nada había pasado. La gente comía pescado fresco, salpreso o seco. Mucha gente vivía del pescado porque los ríos y el mar lo regalaban a manos llenas. Alguna gente comía carne de monte, de res, de cerdo. Otra, algo exclusiva, atún y sardinas. Con los días, las ganaderías con ganado y sin ganado crecían al ritmo de caminos y carreteras; los ríos se fueron olvidando y ya no corrían limpios: los pueblos y las ciudades construyeron alcantarillas para botar en ellos sus aguas sucias.

                                                                                                                              En el río Bogotá no se volvieron a pescar capitanes ni a coger cangrejos. Pero aun así, nada había pasado. Los pescadores se acostumbraron a pescar poco y sucio; los pueblos ribereños, a comer mierda. Como tenía que comer la mucha, la mucha gente que sacaban a brincos del campo para fundar hatos y haciendas. Los pastos reemplazaban las selvas; se tumbaban los frailejonales para sembrar unas papas grandes y meter unas vacas pequeñas y peludas; las aguas corrían pesadas y barrosas. Las ciudades añadían a sus aguas negras desechos químicos y venenos verdes. En los ríos los trasmallos, la dinamita y el barbasco hacían su agosto. Donde hubo selvas, ahora había rastrojos que nunca alcanzaban a madurar; el agua se retiraba.

                                                                                                                              La lluvia comenzó a escasear, las nubes pasaban como caravanas. En Honda, la subienda mermaba; en Cartagena y en Buenaventura, los barcos con enormes redes de arrastre apenas si fondeaban antes de llevar toneladas de camarones a Nueva Orleans y a Tokio y dejar los arrecifes destrozados y los manglares exangües. Las ciénagas del San Jorge, del Sinú, del Magdalena, se convirtieron en haciendas a plomo limpio; los playones de la laguna de Sonso en el Cauca se llenaron de caña de azúcar, la laguna de Fúquene, de kikuyo; los playones de Tota y La Cocha, de cebolla; la trucha se ahogaba en fungicidas. De los grandes ríos del sur, del Caquetá y del Putumayo, los gigantescos valentones, más grandes que sus pescadores, salían en avión llevando en sus barrigas toneladas de coca. La carne se botaba para salvar la cocaína.

                                                                                                                              Al tiempo, por otros ríos y por los mismos, bajaban cadáveres de hombres y mujeres y niños como islas flotantes engordando chulos; bajo sus aguas corrían otros tantos muertos desmembrados y desleídos para blanquear los contados sumarios que los jueces abrían. La gente dejó de comer el poco pescado que ya daban los ríos. Las subiendas Magdalena arriba, Sinú arriba, Patía arriba se volvieron tan raras como el arco iris en los páramos agostados y desecados por paraganaderos. El agua dejó de correr mientras la gente corría.

                                                                                                                              El pescado que fue durante cientos de años —digamos trescientos—, la alimentación gratuita de un pueblo despojado de sus tierras, islas y playones, que criaba un mercado barato y que marcaba el regreso de las lluvias y el fin de los veranos, ese pescado, dicen los diarios de Semana Santa, hoy se importa de Vietnam y de Chile, de Canadá y de Noruega y dentro de muy poco tiempo sólo se conocerá en restaurantes y hoteles de cinco estrellas. Así, en el futuro el pescado se verá sólo en las casullas de los curas como testimonio de un cristianismo desaparecido, si para entonces la iglesia no las ha terminado de vender. Y todo, todo pasó sin darnos cuenta.

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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